Cuanto más profunda e intensa sea nuestra reacción emocional ante lo inusitado, mayor debe ser nuestra prudencia. Ante la baraúnda de los medios y el vocerío de las masas sorprendidas y asustadas, mayor debe ser nuestra sensatez.

Hoy fue uno de esos singulares días -que si bien suceden varias veces en la vida, no son frecuentes- en los que los medios de comunicación abren el día con noticias uniformadas. Hoy la casi totalidad de los periódicos reservaron su primera plana para el lamentable hecho acaecido el día de ayer en el Casino Royale en Monterrey, y que, a la hora de escribir estas letras, ya se cobra 52 víctimas mortales.

Ante la tragedia, las voces de mente inquieta cayeron en la tentación de emitir presurosas juicios de valor, que los menos modestos llaman “análisis”, sobre el atentado al casino y sus implicaciones. Tanto en los círculos informales de la charla entre amigos, como en los círculos “profesionales” de los “analistas” y los comunicadores, e incluso, y eso es verdaderamente peligroso, en la esfera del poder institucional se ha calificado al crimen en el Royale como “Ataque terrorista”. ¡Que insensatos! Un acto terrorista no lo es por el número de muertos, sino por las motivaciones y objetivos que persigue.

Realicemos un ejercicio de imaginación. Supongamos que una mujer es acuchillada en el vientre y muere. ¿Cómo podríamos explicar el homicidio? ¿Un asalto que se excedió en el nivel de violencia? ¿Un crimen pasional? ¿Víctima de un novio celoso? ¿Una pelea con la otra amante de su pareja? ¿Asesinada por la violencia de género? ¿La primer víctima de un homicida serial? ¿Y si en realidad es resultado de una víctima que al defenderse mató a su agresora?… Todas son  opciones igualmente posibles.

Ahora imaginemos que esa mujer fue asesinada en una pequeña ciudad ficticia, probablemente heredera lejana de las Amazonas, un lugar donde el papel de la mujer es claramente valorado y la idea de la femineidad goza de una alta estima en la psique colectiva de sus ciudadanos. Digamos que la ciudad es, en general, un lugar seguro e incluso tranquilo; lo que no significa que ocasionalmente no sucedan crímenes. Supongamos que el asesinato sucedió una tarde de domingo, un día en que los pobladores acostumbran encontrar a sus vecinos en el mercado, salir con la familia a los cines y teatros; día en que los enamorados pasean por las calles coloniales y los niños juegan en los parques. Vamos pues, un día en que nuestros habitantes imaginarios acostumbran gozar y vivir el espacio público. Pensemos que el cuerpo inerte de nuestra igualmente ficticia mujer reposa a escasos metros del ícono de la ciudad: una estatua que representa el bello vientre de una mujer embarazada. El delincuente, por supuesto, no ha sido identificado, y la población está trastornada; columnas no han faltado en los diarios y pronto el alcalde dará una conferencia en todos los canales de radio y televisión.

Estarán de acuerdo que nuestra ciudad imaginaria pasa por un difícil momento, sin duda ese delito ha trastocado sus más sensibles fibras, y es de esperar que las declaraciones del alcalde determinen el curso del sentir colectivo (u opinión pública) y de las acciones y medidas que la ciudad habrá de emprender.

Considerando las circunstancias planteadas en nuestra imaginación, podemos decir que el alcalde tiene buenas razones para calificar el homicidio como un “Atentado terrorista”, pero ¿acaso ello invalida las posibles motivaciones del asesino expresadas líneas arriba? ¿Por qué necesariamente habría de ser terrorismo? ¿El lugar de la muerte no podría ser simplemente una inoportuna coincidencia? Nadie se ha adjudicado el hecho, el mensaje a la ciudad, si es que existe, no es claro. ¿Realmente es terrorismo o sólo un acto que, sin ser terrorista, ha generado temor en la población? ¿Qué tanto influye en la intensidad del miedo el papel de los medios de comunicación?

¿En verdad el ataque al casino Royale es terrorismo? ¿No será el cumplimiento de una amenaza de extorsión por cobro de “protección” o “uso de suelo”? ¿No será un ajuste de cuentas excesivamente violento? ¿Las decenas de muertos estaban planeadas, o se “les paso la mano” sin “querer”? ¿Por qué un “terrorista” le ordenaría a la gente, según declaraciones de sobrevivientes, que abandonarán el edificio? Todas estas preguntas no han sido respondidas con claridad, y aún así el Ejecutivo Federal, haciendo gala de su sinrazón, ya declaró el delito como “terrorista”. ¡Pero qué cretino es actuar así!

Tanto en los asuntos de la salud como en los del Estado, la mesura es lo primordial. En el diagnóstico está la cura o la muerte del paciente, pues si un médico se alebresta y ante el primer dolor de estómago declara cáncer, cuando en realidad es gastritis, terminará matando al paciente. Así como no se trata igual un dolor de muelas que uno de pies, un grupo de asesinos a sueldo (nombrarles sicarios en cierta medida es reconocerlos) es muy diferente a un terrorista.

Mientras que un asesino se limita a planear la forma de ejecutar un crimen para evitar caer preso, un terrorista selecciona cuidadosamente su objetivo y evalúa a conciencia los tiempos y formas del ataque, con la intención expresa de generar la mayor cantidad de terror para obtener un adecuado eco mediático, con el cual garantizar la transmisión exitosa de su mensaje, que casi siempre es de contenido político-social. El asesino no contempla el bagaje intelectual e ideológico que el terrorista sí; suena más rimbombante de lo que es, pero las ideas pueden ser muy cortas y necias.

Ante la vorágine social desatada por el ataque al casino, no debemos olvidar que en los matices que hacen diferente un ataque terrorista de un inusitado ataque criminal está la clave para poder decidir correctamente uno u otro rumbo de actuación gubernamental y ciudadana.

En otro post abordaré a mayor detalle los problemas que genera, en específico, hablar de “narco-terrorismo” cuando éste no necesariamente es real.