*Tomado de: Pinto, Oreste. El Contraespionaje por Dentro. Editorial Espasa Calpe. Buenos Aires, 1953

Pocos años después de la primera guerra mundial, yo estaba en París con motivo de un caso que estaría de más narrar aquí con cierto detalle. El Deuxieme Bureau había estado cooperando ampliamente y me había ofrecido los servicios de uno de sus agentes más dignos de confianza, a quien me propongo llamar Henri Dupont. (No se trata de su verdadero nombre, pero como, según tengo entendido, viven aún muchos de sus parientes, inclusive su esposa, prefiero no revelar su verdadera identidad.)

El y yo nos conocíamos bastante bien por habernos encontrado ya varias veces durante la primera guerra mundial, época ante la cual, en ocasiones, me habían agregado también al Deuxieme Bureau. Desde el comienzo de nuestra vinculación actual, la amistad se había acrecentado y al terminar el caso que yo investigaba, decidimos celebrarlo con la mejor cena que pudiera ofrecernos París.

Realmente, la cena fue excelente. Cuando nos quedamos sentados de sobre-mesa fumando nuestros cigarros, y haciendo jugar con deleite de conocedores las últimas gotas de un soberbio brandy en el interior de nuestras copas, nuestro estado de ánimo era deliciosamente plácido, el que sólo pueden producir la buena comida preparada y los vinos exquisitos. Ni yo ni él estábamos borrachos, muy lejos de ello, pero sí sumidos en una “bonhomie” en que el mundo no ofrecía problemas y las palabras brotaron con una sonoridad que no es usual todos los días.

Como es propio de los viejos amigos, habíamos estado hurgando en nuestros recuerdos, discutiendo casos en que intervinimos. Recordamos episodios de los cuales el suave filtro del tiempo había eliminado todas las penurias y problemas y que nos carecían ahora todo emoción y éxito. La conversación se orientó hacia los fracasos que ambos habíamos sufrido y no nos tuvimos lástima y nos narramos casos en que nuestro papel había distado de ser lucido. Luego, nos referimos a las decisiones difíciles que nos habíamos visto obligados a tomar, a casos en que no se podía estar seguro en ningún momento de dónde estaba la verdad y en que habíamos tenido que avanzar a tientas hasta llegar a un punto muerto. Le conté a Henri uno de esos casos, en que, a pesar de mi seguridad de que el sospechoso era un espía, no había logrado probar mis teorías. Yo había soltado finalmente a aquel hombre, pero, hasta el día mismo de mi muerte, siempre estaré seguro de su culpabilidad.

Cuando terminé de hablar, reinó momentáneamente el silencio. Miré a Henri y advertí que estaba contemplando las relativas profundidades de su copa de brandy, sumido aparentemente en ensoñaciones. Cuando le hice gesto al camarero de que nos volviera a llenar las copas, me burlé de mi amigo.

-Vamos, Henri, mon ami… ¿No ha tenido usted que tomar decisiones difíciles? ¿Fué su carrera una historia tan inmaculada de monótonos éxitos? ¿Atrapó siempre a su hombre?. Henri me miró y sonrió melancólicamente. Vi que sus dedos se crispaban tanto alrededor del pie de su copa que aparecía la blancura de los nudillos. Por un momento, me pregunté qué observación sin tacto de mi parte lo habría trastornado. Luego, dejó escapar el aliento, en un silbido.

-Bueno, amigo mio. Me ha tocado usted en un punto vulnerable. Hay un caso del cual nunca me he enorgullecido-. De noche, lo recuerdo… Usted sabe qué sucede cuando el cuerpo está cansado y el cerebro se niega a darse por agotado. No tengo nada de qué avergonzarme. Cumplí con mi deber hasta el fin. Pero… ¿por qué tenía que sucederme aquello a mi? ¿Cómo haré para olvidar algún día el rostro de esa mujer? Se interrumpió y concentró su atención en su cigarro, que ardía mal. Humedeciendo la yema de uno de sus dedos, mojó el lado desparejo, cerca de la ceniza. Parecía pensar solamente en el cigarro.

-Cuéntemelo -dije, con voz baja. Alzó la cabeza y me sonrió, con una sonrisa dulce pero triste.
-Quizás lo haga. Nunca le he mencionado una sola palabra de esto a nadie, y revelar un secreto es liberarse de una carga. Por lo menos, en un caso como el que voy a narrarle.
En una pausa y haciendo bailar el brandy en su copa, la ladeó para hacer caer vanas gotas entre sus labios. Saboreó su brandy sobre la lengua antes de tragarlo.

-Lo que me sucedió fue lo siguiente -dijo Henri Dupont- Pudo haberle ocurrido a usted o a cualquiera. Pero tenía que ocurrirme a mí. El Deuxieme Bureau me había enviado a X con una misión de seguridad y yo estaba allí desde hacía más de un año sin licencia. Usted recordará ese campo: había trabajo de sobra para un centenar de oficiales de seguridad, no sólo para los dos o tres que podían ser destinados. A diario llegaba una avalancha de sospechosos y sólo trabajando durante todo el día y la mitad de la noche todas las noches uno lograba no atrasarse. Y seguían lloviendo los sospechosos para reemplazar a los que ya habíamos despachado. No parecíamos progresar. Era como desagotar un bote con un cedazo.

Me correspondía tomarme licencia a los seis meses de haber empezado a trabajar en el campo X, pero no me atrevía a recargar con un trabajo extra a mis colegas, abandonándolos. Yo era un hombre consciente, ¿comprende? Y, además, me gustaba mi trabajo. Era divertido oponerles el propio ingenio a los espías del enemigo. Una semana seguía a la otra y yo seguía postergando mi licencia, hasta que celebrara mi primer aniversario en el campo. Pero cuando empezó a transcurrir el segundo año, advertí que estaba sintiendo el esfuerzo. No sólo me mostraba malhumorado e impaciente con mis colegas, sino que empezaba a cometer pequeños errores- en mi labor. Perdía los estribos ante la menor provocación, solía gritar e injuriar a la gente a quien interrogaba. No recordaba los detalles y desfallecía y se me escapaba la lógica de un caso. Empezaba a sufrir de insomnio y mis nervios estaban siempre irritados. Con todo, seguía trabajando tercamente, negándome a admitir mi agotamiento, cuando una noche, después de la cena, el comandante me llevó a un aparte y me ordenó que me tomara la licencia que me correspondía sobradamente. De mala gana, pero con íntima gratitud, obedecí.

No me sentía con humor para disfrutar de la trepidante alegría de Paris. Decidí ir a L., una ciudad pequeña, casi un pueblecito, situada a unos treinta kilómetros del campo. Era un lugar tranquilo y apacible y la guerra parecía haber pasado de largo por allí. Esa noche, mi criado aprontó la única maleta que me proponía llevar y después del desayuno, a la mañana siguiente, partí.

Cobré bríos al entrar en L. El río describía un medio lazo alrededor de la ciudad, que parecía reposar en su abrazo. El sol brillaba y los pájaros cantaban y por primera vez después de más de un año me sentí alegre, como un niño que falta a la escuela. Tomé una habitación en el único hotel razonable y subí a ella para lavarme. Estaba decidido a que nada me recordara la guerra ni mi trabajo. Me proponía vivir durante catorce días en un vacío elegido por mi.

Al almorzar me senté en la terraza al sol y vislumbré la linea plateada del río que se deslizaba al fin del jardín. Sorbí un Pernod y como estaba de vacaciones y la vida volvía a parecerme grata, bebí otro y otro. Luego, entré al comedor a almorzar.

No había muchas personas en el comedor. Casi sin pensarlo, recorrí a las presentes con una mirada profesional, tratando de determinar sus oficios. Había dos hombres que eran evidentemente agricultores y que discutían en un rincón las perspectivas de una buena cosecha. Un hombre de edad, que podía ser un escribano a juzgar por su ropa oscura y sus modales metódicos, estaba sentado a solas, dedicando toda su atención a la tarea de comer. Había un par de parejas indescriptibles dispersas en otros sitios del comedor, pero pronto las olvidé, ya que atrajo mis ojos la ocupante de la mesa que estaba enfrente de la mia. Era una muchacha joven y muy linda, de blusa azul. Estaba sola y aunque fijaba recatadamente los ojos en su plato, un sexto sentido me dijo que notaba mi presencia como notaba yo la suya. Como usted comprenderá, yo me había pasado más de un año sin encontrarme con mujeres en sociedad y ninguna de las sospechosas a quienes interrogara había sido afortunadamente tan deliciosa como aquella muchacha. Yo era muy joven aún y soltero. Confío en que, por más- que envejezca, la sangre que fluye por mis venas nunca será tan perezosa como para impedirme apreciar los encantos del bello sexo. Además, mi estado de ánimo era el propio de las vacaciones y el romance nunca está fuera de lugar en esos casos.

Mientras se arrastraba con tranquilo ritmo el almuerzo, Miré furtivamente más de una vez a mi bella vecina. En cierto momento, cuando nuestros ojos se encontraron, alcé mi copa en silencioso brindis y ella respondió sonrojándose y con una tímida sonrisa. Al concluir el almuerzo llamé al viejo camarero y le pedí que saludara de mi parte a mi vecina y le sugiriera que, ya que nos habíamos quedado solos en el comedor, yo podía tomar el café en su mesa. Con el corazón algo trémulo, lo observé dirigirse con tambaleantes pasos hacia ella. Me exponía a un desaire, pero, no sé por qué, no lo esperaba y no se produjo. Después de sonrojarse nuevamente, la muchacha le hizo un gesto de asentimiento al camarero y luego sonrió mirándome. Inmediatamente, me puse de pie y me acerqué a su mesa.

Al principio, nuestra conversación versó sobre banalidades. A diferencia de ustedes los que viven en Inglaterra, nosotros no estábamos habituados a incluir el tiempo como tema principal de conversación. Pero no tardó en romperse el hielo y a poco charlábamos alegremente. Me dijo que se llamaba Marie. Estaba empleada en París, como secretaria de una empresa comercial. Se hallaba de vacaciones. ¿Por qué se las tomaba una muchacha atrayente como ella en un pueblo tan apartado como donde había pocos o ningún pasatiempo? Hizo un gesto displicente, encogiendo sus torneados hombros y sonrió. París era una ciudad maravillosa, pero tan febril y turbulenta en su alegría… Estaba tan repleta de soldados de licencia, preocupados de extraer hasta las últimas gotas de placer de una vida que podía ser cercenada bruscamente apenas volvieran al frente. De modo que ella y una amiga habían resuelto tomarse unas tranquilas vacaciones en L., que les habían descrito como un pueblo antiguo, de un apacible encanto muy personal. A último momento, su amiga no había podido tomarse sus vacaciones por motivos domésticos. De modo que ella se había aventurado a ir sola, yéndose allí esa misma mañana.

Esa información exigía un canje de mi parte. Le dije que estaba empleado en la principal agencia informativa francesa, L Agence Havas. Esto era la pura verdad, ya que, como usted sabrá, durante la guerra todos los agentes del contraespionaje figurábamos nominalmente en LAgence Havas, como un disfraz de nuestras verdaderas actividades. También yo estaba cansado de la febril alegría de la capital y quería unas vacaciones tranquilas. Ahora, al parecer, dije sonriendo con aire esperanzado, mis vacaciones serían menos tranquilas y monásticas de lo que esperaba. El rubor de la muchacha se acrecentó y sus ojos dejaron vislumbrar un fulgor de júbilo.

Volví al ataque. La tarde era hermosa y el sol brillaba luminosamente. Quizás ella tuviese algún plan para pasar el tiempo entre el almuerzo y la cena. Marie pareció meditar. Estaba pensado, me dijo, en alquilar un bote y dar un paseo pero por desgracia no era una remera experta. Extraña coincidencia, le dije: porque también yo había pensado en un paseo por el río y daba la casualidad de que era un experto en materia de remo, quizás el mejor remero de Francia y descendiente de un largo linaje de expertos remeros.

Aunque ello beneficiara al comercio, si cada uno de nosotros alquilaba un bote por separado y se alejaba en dirección opuesta, las consecuencias podían ser lamentables. ¿Me haría ella el honor, quizás, de evitar los posibles resultados desastrosos de su inexperiencia en materia de remo compartiendo mi bote? Después de varios minutos de agradable charla, se sonrojó deliciosamente y aceptó mi oferta.

De modo que poco después, esa tarde llena de sol, fuimos al atracadero y alquilamos un bote. Ella se recostó sobre los almohadones de la popa, mientras que yo, enfrentándola, remaba lentamente río arriba. Desde luego, yo no era el perito que afirmaba ser, pero sabia remar lo suficiente para que la embarcación siguiera una trayectoria relativamente rectilínea. La guerra y mis deberes parecían haberse esfumado en una época ya olvidada y mientras el río fluía junto a nosotros, los pájaros cantaban y los olmos y sauces próximos a la orilla verdeaban bajo el sol estival.

El calor del día pareció hacer madurar nuestra amistad. Pronto pareció que nos conocíamos desde hacia meses y años, antes que minutos y horas. Ya no necesitábamos hablar febrilmente sin cesar, sino que, mientras el sol brillaba por entre las ramas de los árboles que pendían sobre el plácido río, proyectando moteadas sombras sobre el agua móvil, guardábamos de vez en cuando esos deliciosos silencios que son el preludio de nuevas y fáciles conversaciones. Yo había encargado en el hotel un cesto de picnic y después de una hora de remar río arriba, arrimé el bote a la orilla de un incitante claro que había en la ribera, lo até y le ayudé a bajar a tierra a mi hermosa compañera. Disfrutamos de algunos bocados y compartimos una botella de vino y luego nos tendimos boca arriba amodorrados sobre la hierba, escuchando el zumbido de las abejas y el gorjeo de los pájaros en los árboles cuyo ramaje pendía sobre el claro.

Me senté para sacar mis cigarrillos y luego me volví, acodado en el suelo. Marie estaba tendida a mi lado, el bello rostro sonrojado por el sol, mientras sus suaves pechos subían y bajaban bajo la blusa azul. Se estiró delicadamente como un gato contento y me sonrió. Movido por un repentino impulso, me incliné y la besé. Sus labios estaban tibios e incitantes y durante un largo momento permanecimos aferrados, compartiendo aquel placer. Pronto volvimos al bote, pero en vez de remar subí los remos y dejé que el bote se deslizara a la deriva río abajo en las crecientes sombras del anochecer, mientras Marie y yo estábamos sentados juntos, sobre los almohadones. No hablábamos mucho, pero de vez en cuando nos besábamos espontáneamente. Mi brazo ceñía su esbelto talle y mi mano se deslizaba por momentos hasta la pletórica suavidad de su pecho.

Esa noche cenamos juntos y después de la cena fuimos a pasear por la orilla del río. Como usted comprenderá, le será útil a un pueblo tan apacible que podía ofrecernos muy pocas diversiones. Eso no nos importaba. Éramos jóvenes y teníamos sangre caliente en las venas. Nos bastaba con la diversión más antigua del mundo. No hablamos de la dirección que tomaban nuestros sentimientos, pero cuando volvimos al hotel y hallamos desierto el vestíbulo, porque todos los huéspedes dormían ya, nos pareció natural ir a mi habitación. Las ventanas estaban abiertas de par en par y las cortinas descorridas. La claridad de la luna invadía el cuarto y el aire de la noche era suave. Rápidamente, la estreché entre mis brazos. Entonces, en el preciso momento en que nuestra mutua fiebre iba a culminar, ella gimió y exclamó: “-Ah, ich liebe dich!

Sentí frío en todo el cuerpo y mi apasionamiento se trocó de pronto en repugnancia, como si hubiera descubierto que oprimía un cadáver entre mis brazos. Todos mis instintos y años de adiestramiento en el contraespionaje me erizaban de sospechas. ¿Había oído mal aquellas palabras de cariño que me dijera Marie? Pero ¡no! No podía engañarme hasta ese punto. ¡Marie, la apetecible y hermosa muchacha de vacaciones que afirmaba trabajar en París, me había hablado au moment supreme en alemán! Me zafé de sus brazos y encendí la luz. Marie, sonrojada y sorprendida, porque no podía haberse dado cuenta de lo que dijera, me miró con aire alarmado.

-¿Qué pasa cheri? ¿Qué ha sucedido? -Le respondí lo primero que se me ocurrió: “Tengo que ir a comprar unos cigarrillos. Se me han acabado”.
– Se echó atrás y rió, muy divertida.-¿Cigarrillos? ¿Y dónde quieres comprarlos a esta hora de la noche? Además -y señaló la caja de cigarrillos casi llena que estaba sobre mi mesa de noche-, aunque fumaras continuamente durante toda la noche, te sobraría con los que hay en esa caja. Y yo, tenía entendido que podíamos compartir placeres que te harían olvidar los cigarrillos. ¿O se trata de una excusa para no poner a prueba tu capacidad en el terreno del amor? Dime la verdad.
-Sonrió voluptuosamente y me tendió los brazos.
-Lo siento, Marie -repuse. Pero ya mi estado de ánimo no es propicio para el amor. No me obligues a hablar con claridad porque estoy dejando de cumplir con mi deber. Voy a salir por esa puerta… a comprar cigarrillos, digamos. Volveré dentro de media hora justa. Si estás todavía en el hotel cuando yo vuelva, sólo tendré una alternativa: arrestarte y entregarte a las autoridades militares más próximas. -¿Arrestarme?,cheri; tú no puedes estar en tu sano juicio. ¿O bromeas?
-No bromeo, querida. Ojalá bromeara. No me hagas hablar con más claridad, por favor. Quizás comprendas si te digo que, aunque estoy agregado a “LAgence Havas“, trabajo en realidad para el Deuxiéme Burean. ¿Comprendes, ahora?
-Pero… ¿qué he hecho?
-No perdamos tiempo. Has sido buena conmigo y lo he apreciado más de lo que podría expresarte. Pero ahora debo decirte adiós… y, por favor, te lo juro, cuida de que esto sea un adiós. Por una vez en mi vida, ya estoy dejando de cumplir con mi deber. La segunda vez, no dejaría de hacerlo.

Sin volver los ojos, salí cerrando con un portazo y me fui a la ribera, donde pocas horas antes había sido tan feliz. Empecé a pasearme a la luz de la luna, fumando febrilmente y cavilando torturado. Marie era una espía alemana: estaba seguro de ello. Ahora, yo recordaba detalles imprecisos que me diera sobre su persona y que antes había aceptado como propios del estado de ánimo de una muchacha de vacaciones y esto agregaba pruebas más convincentes aun a las tres condenatorias palabras en alemán que me dijera poco antes. Pero me había hecho agradable el día y al término de la jornada se me había ofrecido con toda buena fe y sin más motivo. Sólo me había visto con indumentaria de civil y no podía tener la menor idea de que yo tuviese vinculación con las cuestiones militares. En nuestra conversación no había asomado nada que la instigara a seducirme para obtener alguna información que yo pudiera darle. Quizás también ella estuviera de vacaciones y olvidara sus deberes por el momento. Pero todo se reducía en definitiva a una sola cosa: era una espía. Como leal agente del contraespionaje, yo debía haberla hecho arrestar inmediatamente. Pero era también un hombre y hay limites más allá de los cuales el patriotismo debía cederle el paso a la carne y a la sangre.

Yo me paseaba, confiando en que mis deducciones fueran erróneas y en que, cuando volviera al hotel al terminar mi media hora de vigilia, encontraría allí a Marie, divertida quizás por mis observaciones, enojada y fastidiada tal vez, pero de todos modos tan inocente que no le había prestado atención a mi advertencia. El plazo había vencido y al volver al hotel, me había convencido casi de que volvería a verla. Pero, ¡no! Mi cuarto estaba vacío y cuando abrí suavemente la puerta del de Marié, situado sobre el mismo pasillo, lo hallé sumido en las tinieblas. Maríe había huido y, al seguir mi consejo, confesaba de hecho que era una espía alemana.

Henri hizo una pausa y aplastó el resto de su cigarro como para poner término a su relato. Recogí la sugestión y dije: De modo que era eso… Realmente, se trata de una historia triste e irónica. -Un momento me interrumpió Henri-. El asunto no concluyó ahí. Hubo una continuación, me hundieron de un modo mas salvaje el puñal.

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