Antes de Javier Sicilia ya tuvimos a Isabel Miranda de Wallace y a Alejandro Martí, que al igual que Javier perdieron un hijo; salieron a las calles, se convirtieron en portavoces de la inconformidad ciudadana, hicieron comunicados; se enfrentaron a la autoridad; convocaron a sectores de la sociedad a la movilización, y aún así, su liderazgo no se puede comparar con el que en pocas semanas ha obtenido Sicilia.

Mientras que en el imaginario colectivo Martí y Wallace son un par de “riquillos” (porque lo son), Javier aparece como una figura emanada del pueblo. No hace uso de su dinero para emprender una persecución a la batman, ni da comunicados en traje sastre como Martí. Javier es sencillo, usa chaleco y habla con la precisión del lenguaje que un empresario no sabe usar, no se anda con eufemismos, recurre a las palabras exactas en la que se expresa el sentir nacional: “Estamos hasta la madre”.

Sin embargo, Javier es mucho más que un eslogan coloquial bien escrito, su vida es el triste resultado de la idiosincrasia mexicana. Antes de Marzo, fecha en la que muere su hijo, nadie sabía nada del poeta ni el poeta decía nada del mundo. No fue hasta que la apabullante realidad (esa que ya existía desde hace años y que, según Javier, “no merece la palabra”) lo lastimó directamente que se “percató” de que es necesario cambiarla.

La lucha contra el crimen organizado inició en 2007, pero la violencia, la inseguridad, la ilegalidad y la impunidad son de mucho antes. Durante decenios la sociedad, así como el poeta, fueron cómplices del lento proceso de desgajamiento del Estado y de la descomposición del tejido social. El salvajismo y la barbarie que hoy padecemos es resultado natural de un Estado anómico del que la sociedad mexicana se benefició durante años.

Así es nuestra idiosincrasia: nos subimos a un barco, vemos pasivos como se filtra el agua por el casco, preferimos tomar el sol en cubierta que atender las fugas. El barco empieza a hundirse pero la tripulación nos ofrece boletos gratis para el siguiente viaje, guardamos silencio. Luego, ya cuando el agua nos llega al cuello le achacamos todos nuestros males al capitán y exigimos que los resuelva de inmediato. Nos decimos víctimas, cuando fuimos nuestros propios victimarios.

Los primeros en exigir al capitán soluciones fueron Martí y Wallace, representantes del sector acomodado de la sociedad, que en nuestra metáfora son los pasajeros que vendieron el casco defectuoso, son aquellos que no le dieron mantenimiento, que se enriquecieron violentando impunemente el reglamento de seguridad marítima. Luego, Sicilia, del sector que pensó que el agua nunca sería suficiente, que estaba bien porque así la tripulación, para mantenerlos tranquilos, les asignaba mejores camarotes o almuerzos especiales. De ese sector que aprovechaba el agua que entraba para no pagar por la que vendía la tripulación, del sector que vio como la tripulación vendía los barcos de emergencia pero que no se quejó porque los compradores daban empleo a nuevos grumetes…

Hoy el barco se hunde. El capitán pretende evitarlo poniendo a su tripulación a tapar los múltiples agujeros del casco con los dedos, obviamente es una idea estúpida. Por su parte, los pasajeros “críticos y autogestivos” ya se organizaron y han tomado la cubierta… mejor deberían de tomar las cubetas para drenar y los sopletes para tapar.

Una cosa diferencia a Sicilia del actuar nacional, y es decir que el dolor de una madre que pierde un hijo víctima es igual al que sufre una madre al perder a su hijo sicario, rompió el maniqueísmo persistente en la colectividad (error que también comete el gobierno federal). Javier lo ha dicho bien, necesitamos superar el odio, perdonarnos como sociedad y volver a empezar. Es una estupidez pretender meter a todos los “malos” a la cárcel, ellos también son sociedad, salvar al barco requiere reintegrarlos.