Cada vez que escucho la frase “¡Estado represor!”, que por cierto ha inundado las redes sociales en estos últimos días, no puedo evitar recordar la clásica obra de Thomas Hobbes, El Leviatán, y en particular la frase: Homo homini lupus, según la cual el hombre es el lobo del hombre.

En términos generales, los postulados clásicos del Contrato Social indican que la naturaleza del hombre es de tal forma que, para sobrevivir como sociedad, es necesario establecer una autoridad externa a los individuos que regule las ambiciones de éstos en beneficio de la colectividad.

Es decir, en un grupo humano es natural que los intereses de cada uno de los individuos sean disonantes entre sí, por lo que debe existir algún “juez” que medie entre ellos. Por ejemplo, un campesino una familia de campesinos puede estar interesada en construir una represa en un río para tener más agua para sus cultivos y animales. Obviamente esta represa afectará a los habitantes de zonas bajas que tendrán menor disponibilidad de agua, lo que generará un conflicto que, idealmente, resolverán negociando, pero que regularmente (y eso es naturaleza humana) los llevará a una fuerte discusión que eventualmente desembocará en un conflicto abierto. Al final los propietarios de la represa serán, no aquellos que la iniciaron, sino los que puedan defenderla gracias a su superioridad de fuerza, misma que se mantendrá hasta que surja un nuevo interesado capaz de disputar el status quo del agua.

Como es de esperar, una sociedad basada en el uso de la fuerza es completamente inestable, ya que la cotidianidad depende de los caprichos de los hombres; cada vez que alguien considere que es merecedor de algo, lo intentará tomar por la fuerza, obligando a los otros a defenderlo igualmente por la fuerza. Tantas disputas terminarán tarde o temprano cobrando altos costos a todos los involucrados en el conflicto, e inclusive a los que no. Un buen ejemplo es la larga serie de caudillos y caudillitos que lograron o intentaron gobernar México inmediatamente después de la revolución de 1910, y que tantos daños y víctimas causaron al país.

La solución a este problema de continuidad y normalidad social (nos dicen los teóricos clásicos del Estado) es el Contrato Social. La idea es que todos los hombres, pensando en el bienestar de la colectividad, renuncian a una parte de su poder personal para entregársela a un nuevo individuo moral: El Estado. Mismo que deberá usar esa parte de poder entregada para controlar las ambiciones personales, dirimir los conflictos y velar por el bien común.

La arqueología forense y la demografía etnográfica indican que alrededor del 15 % de las personas que viven en sociedades sin Estado mueren violentamente (esto es 5 veces más alto que la proporción de muertes violentas de ambas guerras mundiales y todos los genocidios sumados del siglo XX). Steven Pinker

Dicho de otra forma, el Estado surge con la misión ex-profesa de reprimir los deseos y pasiones individuales que pongan en peligro el bienestar de la sociedad. Por lo cual, es conveniente y deseable que el Estado ejerza su capacidad de reprimir, ya que cuando no lo hace nos enfrentamos a personas o grupos que ponen en riesgo el orden social (por ejemplo, el narcotráfico o las Ladies de Polanco). Pero lograr ésto no es cosa fácil, para ello hace falta que el Estado goce de dos cualidades:

1) Capacidad de acción y 2) Legitimidad de actuación.

La capacidad de acción del Estado viene dada por los recursos materiales y humanos que la sociedad le otorga, es decir, el Estado debe tener la fuerza física, económica y estructural suficiente para controlar incluso al más fuerte de los individuos, por supuesto, todo en nombre del bien común. Esta condición no siempre se cumple ya que a veces los actores tienen más poder que el Estado. Un caso es el de las grandes empresas transnacionales que facturan dinero suficiente como para poder comprar naciones pequeñas.

La legitimidad de actuación se le otorga al Estado cuando los integrantes de la sociedad (o al menos la mayoría) reconocen voluntariamente que el Estado es el único autorizado ética, moral y jurídicamente para ejercer la violencia, de resultar necesaria. Por ello es un delito pelearse a golpes con otra persona, pues sólo el Estado puede hacer uso de la fuerza.

 Se define al Estado como la institución que posee el monopolio legítimo de la violencia dentro de un territorio dado”. Max Weber

Afortunadamente en las sociedades modernas y democráticas (aquí una de las ventajas de la democracia) se espera que el Estado agote primero medidas pacíficas antes de ejercer la violencia. En naciones más avanzadas incluso se establece en la Ley una escala de intensidad de la fuerza, y hay protocolos de selección y elección de los gobernantes, sea por medio del voto, de la herencia o de cualquier otro. La idea es que la sociedad en su conjunto reconozca al Estado y a su forma de operar.

Sin embargo, no importando todos los límites que las leyes pongan al Estado para hacer uso de la fuerza, en ninguna sociedad, en ninguna parte del mundo, se le niega al Estado su derecho exclusivo al ejercicio legítimo de la violencia. Claro está, hay distintos niveles de represión, y el Estado no siempre opera en los más óptimos ni con las causas justas para el beneficio de la colectividad. A veces sucede que el régimen confunde sus intereses con los del Estado y hace un uso desproporcionado, ilegal e ilegitimo de la violencia. Tal es caso de la masacre de 1968 o del actual conflicto Sirio.

En resumen, me parece que resulta un tanto redundante hablar de un “Estado represor” porque esa es precisamente la misión del Estado: Reprimir. Lo cual, como ya dije, no es necesariamente negativo, de echo la casi totalidad de las veces es deseable. Así que, al menos en términos académicos/técnicos, lo más correcto es decir “Gobierno Represor”, y no “Estado Represor”.