En 1995, la entonces embajadora especial de Naciones Unidas, Waris Dirie, le contó al mundo cómo fue que su madre le llevo a que le mutilaran sus genitales:

“Lo cierto es que cuando era pequeña le suplicaba a mi madre que me lo hicieran, pues había oído que me haría limpia y pura. Cuando no era más alta que una cabra, mi madre me sujetó mientras una anciana me seccionaba el clítoris y la parte interna de la vagina y cosía la herida. No dejó más que una minúscula abertura, del tamaño de la cabeza de una cerilla, para orinar y menstruar.

En su momento yo no tenía idea de lo que estaba ocurriendo, ya que nosotros jamás hablábamos de ello. Era un tema tabú. Mi hermana murió a consecuencia de aquello. Aunque nadie de mi familia me lo dijo, estoy segura de que se desangró o murió de una infección.

Las mujeres midgaan que practican la circuncisión utilizan una cuchilla o un cuchillo afilado en una piedra para hacer el corte. Usan una pasta de mirra para detener la hemorragia, pero cuando las cosas van mal no tenemos penicilina. Más adelante, cuando una chica se casa, en la noche de bodas, el novio intenta abrir a la fuerza la infibulación de la novia. Si la abertura es demasiado pequeña, la abre con un cuchillo.”

Diez años más tarde, en Egipto fue procesado judicialmente un médico que practicó la ablación de genitales en una niña de apenas 13 años de edad. Aunque en ese país es una práctica ilegal, el galeno no fue a la cárcel por mutilar a la pequeña. El cargo del que fue acusado, es el de homicidio por negligencia. Si la chica hubiese sobrevivido al procedimiento la justicia no habría actuado, la familia habría guardado silencio. El curso de la historia continuaría detenido.

Pese a los esfuerzos de organizaciones civiles, tristemente la ablación sigue siendo común en países de África y Asia. Sin embargo, lo cierto es que en occidente no nos quedamos atrás. Nuestra violencia no es tan explícita, pero también es funesta.

En 2008 conocí a Jimena, una mujer que nunca había visto su vulva con detenimiento. En 20 años de vida no había colocado un espejo frente a ella para conocerla, jamás se había masturbado y tenía la idea de que sus genitales “eran un lugar sucio“. Cuando me confesó la terrible relación que mantenía consigo misma me costó trabajo creerlo.

Desde antes de tener conciencia e incluso después de perderle con la muerte, nuestro cuerpo está allí. Al nacer ya existen nuestras piernas y brazos, pero también nuestros genitales. En cada acción de nuestra vida, en cada sonrisa, en cada lágrima, en cada sensación de esperanza o de rencor están allí, acompañándonos, definiendo la forma cómo nos miramos y como nos miran y tratan las otras personas. No existe un sólo momento en que nuestro cuerpo nos abandone. Más que compañero, nuestro cuerpo es el vehículo que nos permite vivir y pese a ello, a nuestros niños y niñas, y en particular a ellas, les hacemos creer que lo relacionado con el cuerpo es “malo”, es “sucio”, es “impuro”.

Aunque en los últimos lustros han sucedido importantes avances en materia de equidad de género, la sociedad occidental aún reproduce prejuicios contra la libertad sexual de las mujeres. En nuestras naciones regularmente no mutilamos físicamente a nuestras féminas, pero sí invertimos grandes esfuerzos en llenar sus cabezas con miedos y telarañas que les impiden vivir plenamente. Hace dos semanas le pregunté a un grupo de adolescentes su opinión sobre el sexo casual. Sorprendentemente, la generación que se supone más avanzada y atrevida, esa generación de la que tantos viejos se quejan, me respondió que el sexo ocasional “resta el valor de una persona“. ¡Increíble! No se trata de si os gusta o no el sexo ocasional (eso es una elección libre e individual), sino  del tipo de sociedad que estamos construyendo: una en que el valor de una mujer no se mide por el bien que haga al mundo, pero sí por el cómo utiliza en privado sus genitales.

A propósito o inconscientemente, sistemáticamente promovemos una estigmatización hacia el cuerpo y sus sensaciones. Una mujer podrá ser muy profesional en su trabajo, excelente persona y solidaria con las causas sociales, pero todo ello será injustamente ignorado si traspasa la indefinida pero limitada frontera de aquello que es “correcto” para una dama: una falda más corta que el promedio, un comentario “demasiado” abierto, un coqueteo “muy” atrevido o un número de parejas (no necesariamente sexuales) “elevado“, bastan para minar su valor como persona. Lo más grotesco de esta farsa, es que son las propias mujeres (contaminadas en su educación) las primeras en señalar a la que no se comporta como es “debido“.

Sin duda ambos lados del género padecen de los prejuicios sociales, pero es innegable que las más afectadas son las mujeres. Así como con la ablación, se pueden esgrimir decenas de argumentos basados en la estética, la belleza, la “feminidad“, la salud, las buenas costumbres o la tradición para defender los mitos y prejuicios que vendemos a nuestras chicas, pero innegablemente, bajo ese discurso subyace el deseo de controlar la sexualidad femenina en subordinación al varón.

 

Dentro de unos días, el 8 de agosto, se conmemorará el día internacional del orgasmo femenino. Una fecha que puede ser tomada a broma pero que en realidad debe ser tomado muy en serio ya que el curso de la historia ha sido tal, que actualmente el orgasmo femenino además de ser una sensación maravillosa, es también un acto de rebeldía, una reivindicación de la libertad y de la equidad de género.

Por respeto a los millones de chicas a las que, por medios físicos o psicológicos, se les ha negado el placer y se les ha convertido en simples sacos masturbatorios de sus parejas (a quienes no se les coarta el gozo sexual), ojalá que este próximo 8 de agosto sirva de oportunidad para darnos cuenta que cada quien es libre de cultivar su placer de la forma que guste y que nuestros cuerpos, más que un estorbo, son medio fundamental para alcanzar la felicidad y la plenitud.