En un principio creímos que sería un desnudo parcial. No lo fue.

Lau y yo conocimos a Mono Fingal en una intervención colectiva del Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Con relativa facilidad nos convenció de sumarnos como modelos a un proyecto de fotografía al desnudo que trabajaba con su amigo Ezequiel, otro joven que lucha por hacerse de un lugar en la escena artística de la capital.

El «estudio» de Mono y Eze -en realidad una recamara- estaba débilmente iluminado: las ventanas se encontraban bloqueadas por gruesas cortinas. Una de las paredes tenía el negro por fondo y en casi todas las superficies había pintados trazos y figuras diversas; algunas de las cuales brillaban en la oscuridad. Aunque limpia, el desorden distinguía a la habitación. Una cama individual, un sillón, una mesa con dos sillas, un librero, un espejo alto y una estructura triangular de madera que iba de piso a techo y que parecía no tener ninguna función en particular, constituían el mobiliario del lugar. Por sobre los objetos se acomodaban papeles, pinturas y… extrañamente, también un sujeto que indiferente fumaba un porro sin manifestar ningún deseo por retirarse.

Al ingresar al cuarto miré los ojos de Lau y distinguí en ellos el mismo temor discreto que había en los míos. Un miedo curioso, resultado no de la sensación de peligro sino de lo inédito, de lo novedoso. Afortunadamente tanto Eze como Mono fueron muy profesionales y nos proyectaron seguridad, lo cual ayudó a disfrutar la experiencia.

Nunca había sentido tanta pintura en el cuerpo. Mientras los artistas realizaban trazos, yo trataba de dilucidar qué forma iban adquiriendo los mismos. Me concentraba en las sensaciones intentando rastrear la trayectoria de los pinceles para proyectar las líneas en una imaginaria versión de mi piel curtida y extendida sobre una mesa.

La pintura secándose en mí, atrajo a mi mente fotografías de la National Geographic: mujeres zulúes blanqueado a un joven muchacho, aborígenes filipinos cubiertos de rayas carbón. De alguna forma entendí la seriedad de sus rostros. Concentrarme con tal plenitud me acercó a las sensaciones que deben vivir durante sus ceremonias, que sin duda son mucho más profundas y significativas que el juego artístico del cual era partícipe.

Después de terminar conmigo, los artistas continuaron con Lau y entonces tuve oportunidad de acercarme al espejo. Reconocer mi reflejo me tomó apenas un segundo, sin embargo, la pintura me impregnó algo de otredad. Muchas veces antes me había visto desnudo y aún así tuve una sensación de extrañeza, como de disfraz, durante varios minutos.

La sesión de fotografía inició con una instrucción sencilla pero de difícil cumplimiento. Atrincherado detrás del lente Eze simplemente dijo: “Ok, posen por favor” y tanto ella como yo tardamos en reaccionar. No sabíamos bien cómo hacerlo. Una cosa es sonreír luego de un “digan-whiskey” y otra muy distinta es pretender hacer de tu cuerpo desnudo algo fotografiable. Ser modelo tiene su mérito.

Sintiéndome tonto y avergonzado inicié como mejor pude. Siguiendo las instrucciones de los artistas poco a poco fui cumpliendo el consejo que desde su silenciosa esquina expresó nuestro anónimo junkie: “Déjate fluir hermano”.

La atmósfera oscura y rebelde, la hierba suspendida en el aire, los dibujos de las paredes, la música y la desnudez de L. estimulaban fuertemente mi deseo erótico pero, paradójicamente, no llegué a excitarme. Sí, había placer en todo ello, mas imaginar las fotos publicadas y expuestas frente a desconocidas multitudes me generaba zozobra. No podía evitar pensar en lo «mal» que seguramente se veía mi deficiente condición física, mi decepcionante vientre abultado, mis débiles brazos y mi ridícula palidez.

Sí, había erotismo, pero también estaba la rudeza de la cámara. ¡La maldita inclemencia con la que que documentaba nuestros cuerpos sin siquiera tratar de omitir sus “defectos” y “fealdades”! ¿Cómo dejarse fluir frente un juez tan estricto?

Cuando la sesión terminó, los creadores y nosotros revisamos el trabajo. Previsiblemente, ante una misma foto cada uno veía algo distinto pero siempre los peores críticos en esa habitación fuimos Lau y yo. En cambio, Ezequiel y Mono nunca mostraron desagrado o realizaron algún comentario distinto a la iluminación, el ángulo u otras cuestiones meramente técnicas. Para ellos lo importante nunca fue si teníamos estrías o si éramos gordos o flacos.  A Mono y a Eze sólo les interesaba la experiencia estética que habían logrado crear. Las inseguridades eran exclusivamente nuestras.

En ese sentido, recuerdo que una vez tuve sexo con una chica «fea». Ni a mis conocidos ni a mí nos parecía atractiva M., pero la situación y la oportunidad se presentaron de tal manera que nos acostamos. Y, ciertamente, pese al prejuicio, variados y gustosos fueron los placeres que mi cuerpo encontró en el de M.

La única verdad es que a la carne le es indiferente la «belleza» visual. Un cuerpo es cuerpo sin importar su peso, su firmeza o sus dimensiones. El calor de una fisonomía agreste es tan gratificante como el de una sílfide. Definitivamente, la esencia del placer no está en la forma.

El lente de la cámara no hace valoraciones estéticas, no utiliza filtros, no borra imperfecciones. Se limita a mostrar la realidad sin interpretarla. La distinción entre feo y bello está en los ojos de quien mira y no en lo que es observado. Es nuestra maraña psicológica la que inclina artificialmente la balanza. Son nuestros tabús los que clasifican y califican nuestras corporalidades. Reconocer esta verdad es liberador.

Te invito a ver tu cuerpo cómo lo ve la cámara. Te exhorto a aceptar tu fisionomía no con resignación o negación a cambiarla, sino con gratitud. A que le quites los disfraces que a veces usamos para poder celebrar, aunque sea un momento, tu originalidad. Hacerlo para enamorarte de la figura en el espejo sin pretender nada de ella.

Te deseo la gracia de ese pequeño y pasajero paraíso que otorga mirar con desdén el juicio social. Anhelo para vos, para nosotros, esta felicidad antes de que otra realidad, la de la insuficiencia, la de los miedos, inevitablemente nos obligue a regresar a la perrería.