Esta mañana Lili y Omar desayunaron en silencio y sin mirarse. Anoche debatieron, o más bien discutieron, sobre feminismo y él se ofendió cuando ella insistió en decir que todos los hombres son opresores. Y aunque ella tiene razón, no juzgo el despecho de Omar. Confieso que la primera vez que me tope que con la idea yo también me sentí, cuando menos, incómodo.

El problema de la afirmación: “hombre igual a opresor”, tan frecuente en las reflexiones de género, es la simpleza de su fraseo. Su generalidad causa escepticismo, particularmente en los hombres porque nos orilla a asumirnos en la misma categoría que un golpeador o un violador. Sin embargo, la idea se vuelve asequible si se amplía la descripción más allá de los genitales.

Por ejemplo, además de ser varón, yo también soy caucásico, heterosexual, con educación católica y estudios universitarios, habitante de la capital del país y, por si fuese poco, con más de 170 cm de estatura. Según diversos autores estoy a dos pasos (hablar inglés como lengua materna y controlar medios de producción) de que mi fotografía ilustre la entrada en el diccionario referida a “opresor”.

No obstante, la verdad es que pocas veces me he percibido como tal. De hecho, durante los primeros dos tercios de mi vida, en diversas ocasiones me sentí agraviado por las desventajas azarosas e injustas que tengo respecto a otras personas.

En mi infancia una vez comparé la facilidad con la que un compañero de clases viajaba en las vacaciones, con los esfuerzos logísticos y financieros que mi familia tenía que hacer para lograrlo. Hace poco un primo no fue contratado porque el empleador prefirió a otro candidato que, según sus palabras, venía de “una familia bien conectada”.

Todas y todos conocemos situaciones similares. Todos conocemos frustración que deja la injusticia ejercida en nuestra contra y podemos citar con facilidad anécdotas que dan cuenta de ella. Pero no siempre podemos hacerlo en sentido contrario.

Desde temprana edad aprendemos a representar la sociedad como una pirámide jerarquizada por clases y a ubicarnos en algún punto de la misma. En consecuencia,  y probablemente con la excepción de aquellos que integran el 0.1% más alto de la cúspide política y económica del país, a todos nos resulta muy sencillo identificar a opresores por encima de nosotros.

Mas es debido observar, como bien hace la teoría de género, que las fronteras entre los estratos de la pirámide, en realidad no se construyen sólo a partir del factor económico sino que hay otros elementos en juego.

Sí, es verdad: varios círculos sociales me están vetados por mi capacidad económica, pero también es cierto: en México mi color de piel y mi estatura facilitan todo el tiempo que mi opinión sea tomada en cuenta, sin considerar si vale o no la pena lo que quiero expresar.

En comparación, no importa que tan brillante sea la opinión de alguien con rasgos indígenas, en este país regularmente le es difícil hacerse escuchar. Es una injusticia que yo no creé y que repruebo pero que me beneficia. Independientemente de lo que pueda querer o percibir, el sistema me privilegia, en perjuicio de otras personas. En este entorno social es ventajoso tener algunas de las características no económicas que, por puro azar, recibí al nacer.

al es la naturaleza de la opresión: los favorecidos no tenemos que hacer nada para gozarla, ni siquiera tenemos que estar conscientes de ella. En cambio, los perjudicados tienen que hacer todo para eliminarla.

Cuando Lili le dijo opresor a Omar no necesariamente se refería a sus intenciones o acciones, sino al beneficio que el orden social otorga sus cromosomas.

Por ejemplo, en el orden social actual, es irrelevante si Lili gana más dinero que yo o si tiene acceso a mejor educación que Omar y yo juntos, para nosotros la ciudad regularmente será más segura que para ella. Los hombres transitamos las calles con la certeza psicológica de que nuestros órganos sexuales no son de interés para un potencial agresor.

Queramos o no, la masculinidad nos pone en una posición de privilegio, dado el sistema social establecido. Y mientras no transformemos los mecanismos que dan vida al mismo, ni Omar ni yo podemos renunciar a los privilegios que obtenemos a costa de otras y otros. Mientras que la sociedad no cambie, mi opinión seguirá siendo mejor considerada que la de una mujer de piel morena. Mientras no cuestionemos a profundidad los paradigmas actuales, seguiré ganando mejor sueldo que mi compañera de trabajo.

Sin embargo, no todo está perdido. En la medida de que reconozcamos los mecanismos de exclusión y opresión que garantizan nuestra propia posición de opresores en la pirámide social, podremos evitar el abuso inconsciente que hacemos de los mismos.

Sin arrojarnos algún heroísmo de nuestra condición, podremos utilizar los privilegios que gozamos para auxiliar el empoderamiento de quienes no los tienen. Para acortar las distancias y para horizontalizar las relaciones sociales. En suma: para hacer Justicia.

Discutamos pues, nuestros privilegios y nuestras masculinidades.