El 15 de noviembre, vio la luz el Programa de Excelencia Académica Lomnitz-Castaños. Que tiene la misión de facilitar becas a estudiantes de bajos recursos para que continúen sus estudios de licenciatura y posgrado. Así como de premiar, bianualmente, las mejores investigaciones académicas en materia de reducción de riesgos de desastre.

El programa rinde homenaje a Cinna Lomnitz, el geofísico más importante de América Latina; un destacado divulgador de la ciencia y uno de los grandes impulsores de la Protección Civil en México.

Durante lo últimos tres años tuve la fortuna de compartir mis días con el gran Lomnitz, de aprender de él infinidad de cosas, y de comprobar que: a la larga lista de títulos y reconocimientos que le fueron otorgados en vida, hace falta sumar el nombramiento del “lector más asiduo del continente”.

Si me preguntan, podría resumir la vida cotidiana del doctor en cuatro postales: Cinna leyendo; Cinna trabajando en sus investigaciones; Cinna amando a Bety, su esposa; y Cinna, otra vez, leyendo.

Por el escritorio del doctor circulaba cada día, un interminable desfile de documentos; tanto impresos, como digitales. Los más abundantes: cartas, periódicos y revistas, siempre fueron rápidamente despachados por la voracidad lectora de Cinna. En cambio, los libros gozaban de una vida un poco más prolongada porque su lector, rara vez los atendía de corrido.

Lomnitz acostumbraba ir y venir entre las páginas de sus lecturas. Dedicaba a cada idea el tiempo suficiente para entender a plenitud su esencia y poder integrarla a la totalidad de sus pensamientos. Prueba de ello, son las numerosas anotaciones que hacía respecto de cada texto, y que hoy descansan en diversos cuadernillos de cuadrícula muy fina.

No me cabe duda de que el amplísimo bagaje cultural del investigador emérito, en buena medida era resultado de su disciplinada y metódica curiosidad autodidacta. En más de un sentido, Lomnitz encarnaba el ideal de un hombre de ciencia: lo mismo podía disertar sobre el plegamiento de la corteza terrestre, como de los versos de Shakespeare o sobre la democracia según Dahl.

Recuerdo que uno de los primeros libros que ví leer a Cinna fue el conocido título de Susan Haack, Defending science, within reason (un documento de revisión obligada para los seguidores que aún le sobreviven a Popper). Al respecto del mismo el doctor me dijo, medio en broma y medio en serio: No sé por qué hablamos tanto de ‘la ciencia’ -haciendo con sus dedos unas comillas en el aire para la última palabra- La verdad es que yo no sé dónde encontrarla. Lo que sí sé, es dónde estamos los científicos. En todo caso, somos nosotros los que necesitamos quién nos defienda.

Por su puesto, no entendí bien a lo que se refería así que pedí una mayor explicación. Palabras más o palabras menos, Cinna me dijo algo así: Piense en el grito anual que damos los científicos cada noviembre cuando los señores diputados se sientan a discutir cómo gastar el dinero público. ¿Quién nos defiende de eso? ¿Qué evita que nos dejen en la calle? -guardó un breve silencio, y sin esperar mi respuesta, continuó- En realidad, eso no importa mucho. Mejor piense en los terroristas del 11 de septiembre de 2001. Considere que pilotar un avión no es tarea sencilla ¡Imagine lo difícil que debe ser, hacerlo bajo esas condiciones! Sin perdonar lo que hicieron, no cabe duda que los secuestradores eran jóvenes con mucho talento y gran inteligencia. Es una lástima que Al-Qaeda los haya convertido en las primeras víctimas de ese lamentable día.

En México sólo 13 de cada 100 niñas y niños que ingresan a primaria logran obtener un título universitario. En nuestro país, tan dolorosamente castigado por la violencia criminal y, por la aún más perversa, desigualdad social, las palabras con las que el doctor concluyó aquella explicación, resultan aleccionadoras: “Si queremos ciencia, necesitamos científicos. Si deseamos tener buena ciencia, entonces eduquemos buenos científicos.”

No me cabe duda, para defender a la ciencia hay que defender a quienes la hacen posible. Protegerlos incluso antes de que ellas y ellos, siquiera decidan dedicarse a la investigación. No se trata sólo de asegurar presupuesto para probetas y calculadoras, sino de construir una sociedad donde el talento de sus integrantes no pueda ser desperdiciado, ni mal encausado.

Hoy, gracias al Programa de Excelencia Académica que impulsamos Heriberta y Carlos Castaños, Fernándo Pérez  y yo, no sólo se da cumplimiento a la última voluntad de Cinna Lomnitz, también se amplía el alcance de su legado. El investigador parte dejándonos una rica herencia de conocimientos y construcción de instituciones -que ya es bastante-, pero también de oportunidades para las nuevas generaciones.

Descanse en paz uno de los científicos más prominentes que el mundo ha regalado a nuestra patria.