El presente es un ídolo contemporáneo. Lugares comunes como: “vive el momento” o “deja atrás el pasado” se usan constantemente en defensa de una supuesta felicidad anclada en el ahora pues el instante se ha vuelto una moda en la literatura de autoayuda. Hoy, la tendencia es renunciar y renegar del pasado y el futuro; como si el primero fuese exclusivamente una carga y el segundo sólo ocasionase angustia. Sin embargo, ¿acaso tiene sentido conducir toda nuestra vida centrados en el presente?

El tiempo es aquello que transcurre mientras las cosas, las circunstancias y las personas cambiamos. Gracias a la dinámica del universo es que podemos conjugar oraciones en pasado, presente o futuro. Si la realidad fuese estática, sería imposible imaginar el concepto. El tiempo es una línea definida por el transcurrir de los sucesos.

Ahora bien, es preciso advertir que los tres segmentos en que comúnmente dividimos esta línea, tienen longitudes relativas distintas. Siendo el presente el más efímero de ellos, mientras que el pasado y el futuro son largos periodos que pueden ser trazados desde nuestro nacimiento y hasta nuestra muerte, o si se prefiere, del origen del universo hasta su extinción. El presente, en cambio, es de dudosa longitud.

En el escenario mínimo, el presente apenas comprende al instante. Un lugar imaginario que desaparece justo antes de tomar conciencia de él. Y en el mejor caso, el presente es el periodo de impasse mientras se produce el siguiente cambio. Es, por decirlo de otra forma, aquello que está por convertirse en pasado.

De manera que cualquier descripción conjugada en presente, implícita e irrenunciablemente siempre viene precedida por un “ahora ya” y seguida por un “hasta qué”. Cuando un enamorado responde a sus amigos curiosos sobre su relación y afirma “somos novios”, lo hace sabiendo que antes no lo eran (ahora ya somos novios) y que, por mucho que se resista, no lo serán por siempre (ahora ya somos novios, hasta que… nos disgustemos, nos muramos, nos algo).

Nuestra experiencia diaria reafirma ésto constantemente: nada ni nadie dura para siempre. Y sin embargo, la invitación contemporánea es: resistir esta realidad, centrarse en el presente y alargarlo lo más que se pueda; sobre todo si vivir el impasse no nos resulta tan incómodo.

El problema radica en que la estaticidad sólo existe en nuestras cabezas. ¿Cuántos padres siguen tratando a sus hijos de 15 años como si aún tuviesen 10? ¿Cuántas personas hablan del trabajo que odian como si aún les gustara, por el temor de buscar uno nuevo?¿Cuántos políticos piensan el mundo como si aún existiera la unión soviética? ¿Cuántos religiosos quieren reprimir como en el viejo testamento? ¡Cuanto daño hace negar el transcurso del tiempo!

Siendo tan inasequible, el único interés que deberíamos tener en el presente radica en su utilidad para conectar el pasado (ese laboratorio seguro para nuestro aprendizaje) y el futuro (aquel vasto abanico de posibles “presentes” que esperan ser vividos).

Lo más sensato es mantener la visión en el porvenir. Es ahí donde pasaremos el resto de nuestra existencia.

Si el futuro nos causa ansiedad es porque lo concebimos como una amenaza al presente. Cuando lo cierto es que el ahora es la antesala y, por lo tanto, la oportunidad de las circunstancias futuras que están por suceder.

Cuando el enamorado cree haber encontrado el “amor de su vida” corre el riesgo de aferrarse a esa relación, aún cuando ésta se agote. En cambio, si está consciente de que algún día finalizará, es más probable que efectivamente encuentre al amor de su vida. Pero sólo lo sabrá hasta que, décadas después, ya cercano al final de sus días, descubra que aún se aman.

El presente es esa posibilidad que nos permite conjugar la memoria e imaginar lo incierto; existir en la antesala de lo que será. Y nuestro compromiso con él, consiste en agotarlo a base de vivirlo sin alargar artificialmente su existencia, y en evitar que colonice restrictivamente las posibilidades de nuestro futuro.

Si estar vivo es estar en cambio ¡Bienvenido sea el porvenir!