El fallecimiento de Fidel Castro cierra un largo capítulo en el apartado de la historia referido a la búsqueda de la justicia. No se trata del fin de la guerra fría, como algunos han señalado, pues ésta terminó en Belavezha en 1991, sino de la trascendencia de una generación que se atrevió a perseguir el ideal de cambiar el mundo; específicamente, de hacer de la América latina un lugar más digno para vivir.

El comandante, más que cualquier otro, representó la visión que predominó durante su época en aquellas y aquellos que se animaron a caminar rumbo a la utopía. Ahora, con el tiempo transcurrido y las cartas mostradas, es fácil voltear al pasado para juzgar, desde la certeza contemporánea, su fracaso. Pero la grandeza del personaje Fidel radica, precisamente, en haber movilizado las conciencias de toda una generación en torno a un proyecto súmamente noble en su planteamiento.

Fidel tenía mi edad cuando emprendió el asalto al cuartel Moncada y apenas tres décadas cuando se internó en la Sierra Maestra acompañado de un Estado Mayor expedicionario que rondaba los 32 años en promedio. ¡Cuánto valor, cuánta capacidad se requiere para hacer, siquiera, la mitad de lo que ese grupo se propuso!

Al final, Castro cometió dos errores fatales para lo que pudo ser su legado: uno económico y otro de fragilidad del ego. El comandante no supo o no quiso ver la insostenibilidad del modelo, ni la corrupción que hacía de los ideales revolucionarios al establecer de un sistema político dictatorial. Sin embargo, y a pesar de ello, los motivos que llevaron a la lucha revolucionaria, tanto a él como a miles más, son éticamente incuestionables y, lamentablemente, vigentes en las américas de nuestros días; tan azotadas por el abuso y la injusticia.

Por supuesto, será el juicio de la historia quien juzgue a Castro. Muy seguramente como lo que fue: un dictador. Pero mientras esperamos la sentencia, me quedo con el joven que soñó con la utopía y actuó en consecuencia. Me quedo con el valor revolucionario que nos heredó. Es decir, con la capacidad de re-imaginar la realidad desde la visión de lo correcto.

Qué linda época
aquella en que decíamos
revolución.
(Rincón de Haikus 198, M. Benedetti.)