Tan simple como que ningún humano es ilegal. Como que nadie huye de su patria sin un motivo suficiente. Sin embargo, parece que tal sencillez no alcanza para explicar.

Ayer salí a buscar voluntades. Recorrí las calles recabando nombres y firmas para convencer al gobierno mexicano de tender una mano al pueblo Sirio. Tristemente encontré muchas negativas, ¡demasiadas, en realidad! Somos un país que confronta los muros ajenos, mientras que reivindica para sí el derecho de admisión.

En el fondo, el problema no son las fronteras sino las ficciones nacionales que creamos a partir de ellas. Fantasías colectivas que bien pueden servir para acoger y proteger al perseguido, o por el contrario, para erigir fratricidas barreras que salvan o condenan; según se esté de un lado u otro del trazado en el mapa.

Conrad Schumann, por ejemplo, determinó su destino dando un brinco. Recorrer unos pocos metros a pie para cruzar el incipiente telón de acero le bastó para marcar cada segundo de su vida posterior. ¿Qué habría pasado si del lado occidental le hubiesen impedido la entrada? Tal es el poder de esas narrativas perversas que distinguen entre humanos ”deseables” e “indeseables”.

La guerra civil Siria, dolorosamente prolongada por seis años, ha devorado en su violenta vorágine los sueños de toda una generación. En marzo de 2011, cuando empezaron las primeras represiones homicidas del régimen del Asad, millones de infantes, jóvenes y adultos tuvieron que renunciar a sus planes y proyectos de vida. Primero abandonaron los paseos de fin de semana. Luego, con el cierre de escuelas, sus aspiraciones académicas. Le siguieron el trabajo, la comida, la casa, la familia y los amigos.

Tal es la naturaleza abrasiva de la guerra: no sólo consume la vida de las personas que fallecen en ella, también la de muchas de las que le sobreviven.

Me mira y me dice: “¿Para qué quieren venir a México si también hay problemas?” La señora no entiende. Las y los refugiados no son turistas. En realidad, ellas y ellos no “quieren” venir. Insisto: nadie huye de su patria, nadie abandona todo lo que tiene por mero capricho. ¿Por qué es tan difícil entender en un país que ha expulsado, más allá de su frontera norte, a cinco millones de sus habitantes?

“En lugar de pedir apoyo para los de allá, mejor pide para los de aquí.” El joven no entiende. La solidaridad no es excluyente. Ayudar a unos no impide hacerlo con otros. Son falsas las ficciones que priorizan el sufrimiento de determinados humanos. El mundo es uno, la justicia también.

Actualmente, cinco varones y una fémina de nacionalidad siria habitan en México. No lo hacen como refugiados, pues el gobierno les negó ese visado. Pero gracias al esfuerzo de la sociedad civil organizada, pudieron encontrar un hogar y una universidad en la cual proseguir sus estudios.

Gracias al esfuerzo del Proyecto Habesha, esas seis personas tienen la posibilidad de ver un horizonte un tanto menos gris.

Sí, las fronteras dividen, pero también pueden dar amparo. El refugio internacional tiene la capacidad de otorgar esperanza frente a las miserias del mundo.

Probablemente sea imposible cuantificar esa esperanza, pero definitivamente, ante el tamaño de la desgracia, seis personas son insuficientes. Por ello es necesario recordar la solidaridad y fraternidad con la que nuestro pueblo recibió a casi 25 mil refugiados de la dictadura franquista. Es urgente exigir a nuestro gobierno que honre los altos valores que caracterizan nuestra diplomacia.

¡México puede y debe involucrarse de manera más activa en el construcción de un mundo justo!