Con apenas tres kilos y medio, lo más fácil habría sido deshacerme de Memeou para terminar pronto mi trabajo e ir temprano a casa. Sin embargo, no fue su peso físico lo que me mantuvo dubitativo, sino algo más complejo; quizá fuese recordar las palabras de Neruda, según las cuales, los felinos son animales que caminan “sabiendo lo que quieren”. ¿Por qué estaba ella ahí?

Habría sido muy sencillo sumarme a la idea colectiva que supone el egoísmo como algo característico de su especie. ¿Pero sería justo hacerlo?

Efectivamente, no tuvo reparo alguno en interrumpir mi trabajo. Sin siquiera proferir un mísero maullido de advertencia capturó mi productividad entre su vientre y el teclado, así que era tentador calificarla como una narcisista que menospreciaba mis labores en su beneficio. No obstante, ¿acaso no es verdad que al recostarse empezó a ronronear?

Siendo el gato de la oficina, Memeou no me debe nada. No soy yo quién pone la comida en su plato ni quien le cuida cuando se enferma. De mí no depende su hogar ni su existencia. De hecho, en la semana que llevo aquí si quiera nos hemos visto un par de veces. ¿Qué clase de simpatía podría sentir por mí como para preferirme por sobre las otras personas del lugar?

Crecí acompañado por la transparente lealtad de los perros, así que los gatos, con sus hábitos voyeristas y sus garras clandestinas, me provocan algo de desconfianza. Sin embargo, ¿acaso existe algún biólogo con la audacia suficiente para negar la honestidad de un ronroneo? ¿Es el tranquilizante ritmo de su tórax una maquinaria de manipulación finamente ajustada por siglos de evolución compartida con los humanos o, por el contrario, se trata de un sincero gesto de afecto?

Al principio, aún atrapado en el prejuicio de la mezquindad, supuse que buscaba de mí lo mismo que ofrecía: un intercambio de afecto del que ambos podíamos salir beneficiados pero que, a resumidas cuentas, no dejaba de constituir una transacción fríamente premeditada.

Sin embargo, tras animarme a retirarla de mi escritorio ella no se ofendió. Simplemente volvió a brincar sobre él y se recostó a un costado del monitor. No interrumpió más mi trabajo, pero tampoco su suave ronroneo. Entonces comprendí el potencial de estos bichos para educarnos en el arte de amar.

¿Se quiere a alguien con el objetivo de obtener retribución (en este caso una caricia) o se quiere por el simple placer de querer?

Según veo, quizá la dificultad humana para encontrar el amor proviene de nuestro deseo de ser amados, de la facilidad con la que caemos en la trampa de ofrecer nuestro corazón con la esperanza de recibir lo mismo a cambio, en lugar de simplemente aproximarnos al otro con el único disfrute de la presencia compartida.

Al final, Memeou me convenció de su sinceridad, cedí a su abordaje y ambos lo disfrutamos hasta la hora de la salida, cuando cada uno caminó por su lado.