La solidaridad de la población quedó claramente evidenciada con la gigantesca cantidad de “centros de acopio” que abrieron instituciones y particulares. Por ejemplo, en el trayecto de mi casa a la estación de subterráneo más cercana hay escasos 400 metros y había hasta cinco “centros de acopio”.

Nunca fue claro para qué se necesitaban tantos víveres. Ni por qué a muchas personas les parecía urgente abrirlos de inmediato. Hubo poca o ninguna lógica en acumular millones de litros de agua en miles de botellas de pet desechable.

Sin embargo, debido a que nuestro país es regularmente azotado por fenómenos hidrometeorológicos, en la ciudad de México estamos tan acostumbrados a responder al llamado de solidaridad por los “hermanos de las costas”, que en nuestra mente la palabra “desastre” comparte campo semántico con agua y atún… toneladas de atún enlatado.

Con el tiempo la población supo ver que cada emergencia tiene una lógica particular; que no es posible actuar igual ante un sismo que ante un ciclón. En lugar de agua embotellada y enlatados, en la capital se necesitaban palas y guantes, y sobre todo hacía falta espacio para que los profesionales en estructuras colapsadas hicieran su labor.

Días después un amigo me contaría de la solución que dieron al exceso de voluntarios para quitar escombro en uno de los derrumbes: ante la persistencia de la gente, protección civil ordenó mover una cuadra más lejos el camión en que se recolectaba el escombro; de esa forma la fila de voluntarios se alargó y todos los presentes pudieron ver satisfecho su deseo de ayudar.

Es memorable el colapso de la avenida Tlalpan y de la estrecha carretera que conecta el pueblo de San Gregorio con la ciudad. Miles de voluntarios acudieron bienintencionadamente al rescate del mismo. Pero al cabo de un rato terminaron impidiendo el ingreso y salida de cualquier servicio profesional de rescate y salvamento. ¿Qué pasó en aquellos poblados al sur de la capital? La respuesta podría ser: negligencia gubernamental e improvisación ciudadana.

Aquí la cuarta lección de la tragedia: La solidaridad es asunto de todos, pero el socorro demanda profesionalismo.

Agua recolectada en uno de los miles de centros de acopio.

El acopio masivo terminó siendo distribuido de manera más o menos organizada a municipios aledaños de la ciudad de México. Algunos de los cuales no fueron verdaderamente afectados por el sismo, pero sí por la injusticia estructural de siempre.

Recuerdo a una compañera de Rotarios de México daba cuenta de un pueblo al que llegó con su camioneta cargada de víveres para encontrarse que no había ningún daño ni herido provocado por el sismo. Pero sí una terrible pobreza. La ayuda le vino bien a la población para aplacar unos días sus carencias.

De manera similar un amigo de SERES A.C. reportó de una ranchería en la que aceptaron la ayuda con excepción del agua, pues los lugareños afirmaron no necesitarla y consideraron que la basura resultante del PET les causaría problemas.

Así, la sociedad generó de manera más o menos justificada, la necesidad de recolectar víveres y de repartirlos. En tareas como esas se mantuvieron ocupadas cientos de personas. Durante días la ciudadanía trató de reemplazar al Gobierno en las acciones que lógicamente le correspondía al mismo. Incluso en cuestiones tan sofisticadas y difíciles como la instalación de albergues, los particulares se consideraron más capaces que las instituciones.

La quinta lección es evidente: LA MEDIOCRIDAD GUBERNAMENTAL MATA. Miles de horas-hombre se desperdiciaron por la incapacidad del Estado mexicano de generar la más mínima confianza en sus habitantes.