¿Por qué la torre Latinoamericana, a pesar de sus 44 pisos de altura, ha resistido tres terremotos, mientras que cientos casas de escasos dos pisos han sucumbido ante el sismo del 19 de septiembre de 2017? La respuesta rápida consiste en señalar el diseño ingenieril de la Torre. Sin embargo, hacerlo sería sortear la esencia de la verdadera respuesta. La diferencia fundamental entre el edifico de H. Álvarez y las miles de casas dañadas es una: el presupuesto disponible.

Como resulta evidente, nadie construye intencionalmente mal el patrimonio de su vida. La mayoría de las familias afectadas por los sismos de septiembre no perdieron su casa por negligencia, sino por incapacidad material de construir según las normativas más actuales de la ingeniería civil. Y es que, como suele ocurrir en cada emergencia, los daños más graves los sufren las personas con mayores dificultades para recuperarse de los mismos. Basta reflexionar que hace 61 años construir la Latinoamericana costó $66 millones de viejos pesos. Cifra que actualizada a precios constantes de 2010, equivaldría ahora a una inversión aproximada de $ 5,028 millones de pesos. ¿Cuántos ciudadanos podrían pagar casi $4 millones por cada metro cuadrado de construcción? ¿Cuántos podrían pagar el equivalente proporcional de eso?

Si en México el 46% de la población sobrevive en pobreza. ¿Cómo culpar, como han hecho algunos, a la población de las losas y los muros caídos? ¿Cómo juzgar que prefieran pagar la comida de un mes por sobre contratar a un especialista de estructuras que revise su domicilio?

En discusiones informales e inclusive en algunos pocos medios, he encontrado declaraciones que juzgan con indolencia la construcción en zonas de alto riesgo o la ausencia de seguros de hogar. Aún más allá, he escuchado a personas quejarse de los subsidios gubernamentales destinados a la reconstrucción, por mínimo que sean, argumentando que es “deber del particular velar por su patrimonio.”

Ante los sismos de septiembre es necesario distinguir que: no es lo mismo perder la casa teniendo un millón de pesos en el banco, que perderla con mil pesos en el colchón. No hace falta un sesudo análisis económico para entender que la injusticia estructural, la que genera sufrimiento cotidianamente, también tiene la capacidad de intensificar las tragedias. Insisto, no hace falta análisis, tan sólo es necesario un poco de sentido ético para aceptar que si en la injusta lotería de la vida se tiene la desfortuna de nacer en la sectores vulnerados (que nunca “vulnerables“) de la sociedad, la previsión y la reducción de riesgos a menudo es un lujo que sucumbe ante la urgencia de lo cotidiano.

Por ello resulta ilógico y egoísta suponer que corresponde a las víctimas de los terremotos de septiembre realizar la mayoría del esfuerzo de reconstrucción de sus hogares y de sus vidas. También por ello es tan indignante la propuesta de reconstrucción que Enrique Peña Nieto hizo el 8 de octubre a damnificados de Villaflores, Chiapas. El Presidente que ha malgastado $36 mil millones en publicidad, cruelmente sugirió a las familias afectadas organizarse para realizar “tandas” y “sorteos” que les permitan ir costeando la construcción de nuevas viviendas.

La sociedad tiene como razón de existencia la procuración del bienestar individual de sus integrantes. Reconociendo las aspiraciones individuales, la colectividad debe ser capaz de asumirse así misma como un proyecto colaborativo que permite, o en su defecto menoscaba, la realización de los sueños personales.

Sí, es verdad que cada quien es responsable de su propio bienestar. Pero también es cierto que todos somos responsables de nuestra comunidad; es decir, de las y los integrantes que la componen.

Los sismos del 07 y del 19 de septiembre tuvieron consecuencias que superan con creces la capacidad de muchas personas para recuperarse. Permitir que a un mes de las emergencias,  miles de nuestros compatriotas sigan resistiendo solos tal incertidumbre no sólo raya en lo ilegal, sino que es inmoral.

Recordemos que México es la novena economía mundial. Que tan sólo en pago de servicios para expresidentes gastamos $40 millones anuales, y que la casa blanca de nuestra primera dama costó $54 millones de pesos. No hay argumento alguno que explique por qué la reticencia a pagar la reconstrucción que tanto necesitan las víctimas.

No hay en nuestra economía lugar para mezquindades. Si en 1999 la nación asumió mediante el FOBAPROA el costo de pagar los despilfarros bancarios (más de $552 mil millones), hoy no hay razón para endeudar con “préstamos amigables” a las víctimas de los sismos.

¡La reconstrucción debe ser completa y pagada en su totalidad por el Estado!