La victoria tiene muchos padres, pero el fracaso ninguno, en especial si la derrota es culpa tuya.

Ser líder es difícil. Por supuesto, casi siempre es más fácil que cualquier otro cargo de la jerarquía, porque suele venir acompañado de un mejor salario, de mayores libertades y de más prestigio. No obstante, mientras más alta y afilada es la pirámide, más angosto es el espacio en la punta y más incómodo es permanecer en él.

La cúspide de toda organización se encuentra permanentemente asediada, tanto por aquellos que desearían estar ahí, como por la responsabilidad ante el fracaso. Además, ¿Qué queda luego de alcanzar el techo? ¿Qué novedad aguarda por experimentar cuando no hay más peldaños que subir? Sólo está la regresión a la media.

He trabajado en diversas y variadas estructuras. En muchas he recibido órdenes y en otras me ha tocado darlas. Pero en todas he encontrado jefaturas y liderazgos temerosos que, a su manera, hacen lo posible por mantener su posición en el organigrama.

En algunas ocasiones, he visto a quienes ocupan los escalafones más altos intentar garantizar su posición rodeándose de mediocres e incompetentes que no les representen una amenaza. En otras, le apuestan por la comodidad de la cero confrontación sustentada en el principio del “laissez faire, laissez passer”. Y también he visto a aquellos que se atrincheran en normas y procedimientos, y que se afianzan en su lugar mediante la persecución, la intimidación y el acoso de sus subordinados.

Lamentablemente, he visto funcionar estas estrategias. No obstante, es preciso anotar que sólo sirven para mantener el status quo en beneficio de sus operadores pero en perjuicio de la organización. Tanto en la punta como en los peldaños medios de la estructura, he visto a los timoratos conformarse con administrar en lugar liderar.

He visto a las jefaturas fastidiar a los empleados talentosos para seguir siendo “los imprescindibles” y, en resumen, les observé sacrificar la misión y la visión de la institución donde se desempeñan para conservarse en su zona de confort.

(Nota al pie: ¿qué país tendríamos si todos nuestros secretarios de Estado, directores y subdirectores tuviesen la audacia de proyectar y no sólo de atesorar? Probablemente uno mejor.)

Ahora bien, también he tenido la fortuna de servir en jerarquías dirigidas por líderes de amplia visión que, sin recurrir a las bajezas mencionadas, inspiran a todos sus subordinados y los conducen a nuevos horizontes.

De ellas y ellos he aprendido lo siguiente:

 Nada es eterno. Nadie es insustituible.

Las y los mejores jefes que he tenido, eran plenamente consientes de que en algún momento deberán dejar que otro ocupe su lugar. Aceptaban que ahí afuera hay alguien mejor esperando su oportunidad y que, aún si no, llegado un punto de la edad todos tenemos que jubilarnos. Al final, irremediablemente todos los liderazgos terminan.

Por esos motivos es necesario formar nuevos cuadros que sean talentosos y entusiastas para que honren el legado de sus predecesores. Las jefaturas de las que hablo permiten que otros, a base de trabajo, escalen la jerarquía y adquieran experiencia, porque saben que podrán mantener a la organización en movimiento.

Es despacho, no aduana.

Un vicio particularmente extendido entre mandos medios es convertir su escritorio en un cuello de botella. Temerosos de que el trabajo de sus subordinados sea incorrecto y que sus superiores se molesten por ello, los regulares prefieren aletargar la marcha del equipo supervisando cada detalle; involucrándose en cada decisión y pausando todos los procesos hasta que obtengan su venia. Quieren copia de cada correo, reporte de todas las actividades y, en suma, el control absoluto de todo.

En cambio, los buenos líderes comprenden la diferencia entre trabajar en serie y trabajar en paralelo (si se me permite la metáfora eléctrica). ¿De qué sirve tener subordinados si no se delega el trabajo?

Por ello los superiores seleccionan cuidadosamente a su personal y se rodean de gente inteligente, porque necesitan confiar en sus empleados.De otra forma, sólo se genera frustración y deslealtad porque nadie quiere servir a un jefe que no retribuye la confianza.

Si es correcto, es correcto.

En un sentido similar, los grandes líderes saben reconocer el trabajo bien hecho. En cambio, los egoístas y los mediocres son cautelosos frente a un subordinado que hace mejor las cosas que ellos. Aduciendo toda clase de pretextos, rechazan los resultados, obligan a los empleados a repetir la tarea una y otra vez o, peor aún, incluso se roban el crédito por el trabajo.

Reconocer los aciertos y otorgar las distinciones merecidas es sinónimo de humildad y tiene la bondad de generar gratitud y solidaridad al interior del equipo.

 

Mejor correcto que “perfecto”.

En un sentido similar, hay dirigentes que rechazan un trabajo bien hecho por no ser exactamente como ellos lo harían. En cambio, las personas inteligentes saben que hay más de una forma de hacer las cosas y que la única manera de que se ejecuten exactamente como uno las haría, es hacerlas uno mismo.

Además, la variedad de estilos y visiones nutre la inteligencia colectiva del equipo.

Son humanos, no sillas.

Las cabezas exitosas comprenden el fondo. Comprenden que la razón de existencia de su cargo y el de sus subordinados en la obtención de un objetivo. Por ello no tratan a subalternos como muebles. No confunden la productividad con la presencia, porque saben que no están pagando para calentar una silla sino para realizar un trabajo.

Por lo tanto, tratan a sus empleados como lo que son: personas. No muebles que deben ocupar un lugar en la oficina, tampoco insumos que se cambian una vez agotados, sino como seres pensantes con sueños y pasiones y cuya voluntad no puede ser comprada.

Las personas visionarias saben que en la historia todas las grandes proezas, todos los movimientos sociales de alta envergadura, fueron posible gracias a personas que perseguían ideales y no dinero.

El tiempo es uno: hacia adelante.

Los líderes comprenden bien esta verdad: ningún tiempo pasado es mejor. Las grandes personalidades trabajan sobre lo posible, y el pasado es por definición: inalcanzable.

La genialidad está en construir el futuro, no en esquivarlo. Las personas de quienes hablo no viven en la nostalgia de glorias pasadas y se mantienen constantemente actualizadas.

Nadie nace sabiendo.

Finalmente, los mejores jefes que he tenido eran conscientes de sus propias limitaciones. Tal era el motor de las contrataciones que hacían; no querían aduladores sino empleados que subsanaran sus propias debilidades. Por ello contrataban gente inteligente, por eso estaban dispuestos a aprender todo el tiempo.

Las grandes mentes siempre están creciendo, aprendiendo mediante la lectura o el consejo oral sobre las mejores técnicas de gestión y control de procesos, las tendencias en liderazgo y de todo aquello que les permita perfeccionar su actividad.

Reconocerse falible, es estar dispuesto a escuchar. Hacerlo permite ampliar el reducido espacio de la pirámide. Los líderes solitarios son malos líderes, de otra forma, siempre estarían rodeados de grandes personas.