Cada que escucho a alguien defender a una persona que cometió un delito argumentando cosas como: “No es un ladrón, es una víctima de su necesidad o de su ignorancia“, inevitablemente recuerdo al canalla expresidente Vicente Fox diciendo: “Si me quitan la pensión me tendría que poner a robar“.

 

Adiverto que, aunque soy partidario del famoso postulado de Ortega y Gasset en el que afirmó: “

“Yo soy yo y mi circunstancia”,

también creo que al maestro le faltó añadir:

…y soy las decisiones que tomo, dada mi circunstancia”.

Hace poco más de un año, bajo el amparo de la madrugada y aprovechando un semáforo en rojo, un hombre muy joven, casi un menor de edad, intentó asaltarme mientras viajaba en mi automóvil. Armado con un largo cuchillo y una piedra arremetió sorpresivamente contra el cristal de mi ventanilla y logró abrir parcialmente la puerta mientras me cubría de amenazas e improperios. Afortunadamente, alcancé a sujetar la manija de la puerta y tras un breve forcejeo pude utilizarla como ariete y ganar unos segundos que me permitieron arrancar el vehículo, esquivar el auto de enfrente y terminar impactando con otro que estaba a un costado. El joven huyó por una calle aledaña mientras yo recuperaba la respiración con cierto alivio.

El conductor del vehículo con el que choqué y yo estacionamos nuestros autos algunos metros más adelante del cruce vial en el que ocurrió el intento de asalto. Mientras esperábamos la lenta llegada de la policía y de nuestros ajustadores de seguro ocurrió el colmo del cinismo: Tras unos 15 minutos de calma, el joven regresó al mismo semáforo y se agazapó detrás de un arbusto de la calzada con la clara intención de encontrar otra potencial víctima. Sin embargo, gracias a que ya estaban cerca los elementos policiales el individuo no logró evadir su captura.

En el Ministerio Público conocí a la madre del joven, una señora de bajos recursos económicos que genuinamente sufría ante la posibilidad de ver a su hijo de 19 años ingresar a prisión. De sus labios supe de su precariedad, de cómo el agresor aún “estudiaba” la preparatoria y de lo difícil que sería su vida si yo continuaba con la denuncia. Les juro que me conmovió. Les juro que me tocó el corazón. ¿Cómo no preguntarse por el destino del muchacho si sus condiciones hubiesen sido distintas?

No obstante, a pesar de la pena que sentía por su familia, no pude evitar especular sobre mi propio destino si él me hubiese logrado bajar del automóvil. ¿Habría usado el cuchillo para algo más que amenazar? Tampoco pude impedir a mi imaginación divagar sobre la fortuna de otros habitantes de la ciudad si la policía no lo hubiese capturado.

En el antiguo teatro griego la tragedia era representada como una trampa ineludible de la que sólo se puede salir tras pagar un alto precio. Una especie de maquinaria perversa que una vez puesta en marcha, nadie la puede parar y su accionar se vuelve destino.

¿Aquella noche quién activó la intransigente maquinaria de las consecuencias de nuestros actos?¿Quién puso en acción los engranes del destino? ¿Quién lanzó una piedra al agua del tiempo y luego simplemente vio las ondas partir? ¿Acaso fui yo? Intuyo que no, pero no lo sé con certeza. No obstante, en cualquier caso y a pesar de la triste pena de su madre, ¿por qué habría de ser yo quien pagase el importe mayoritario de los múltiples impuestos que cobró la tragedia esa día.

Aún no me atrevo a afirmar que la causa primera de los acontecimientos fuese el joven, quizá hubo un actor previo: una infancia difícil, malas compañías, o qué sé yo. Puestos a ver la panorámica completa es fácil caer en la tentación de reducirlo a él y a mí, y a su madre y al conductor con el que choqué, y a todas las personas involucradas a meros actores contingentes de un antiquísimo mecanismo que arrancó con la aparición de la desigualdad, allá en los inicios de nuestra especie. Sin embargo, si aceptamos la precariedad como patente de corso ¿qué espacio queda para la construcción de la ética? Si renunciamos a la idea de la individualidad y de la autonomía de la persona en beneficio de la cómoda idea que nos rebaja a ser meras consecuencias de nuestros contextos ¿para qué esforzarse en distinguir el bien del mal?

Incluso más allá, aún si aceptamos la marginación social como exonerante de las consideraciones éticas y jurídicas, todavía debemos responder con claridad dónde se coloca la frontera entre el pobre que sólo es víctima de sí, respecto del pobre que también es victimario de otros. ¿A los cuántos salarios mínimos surge la voluntad? ¿A los cuántos años de estudios aparece el libre albedrío? ¿Es en realidad la marginación y la pobreza una carta de justificación válida para el ejercicio de la injusticia? ¿Es acaso la virtud fuero exclusivo de los privilegiados?

¡Me niego a aceptar que la pobreza irremediablemente lleva o justifica la criminalidad! Me niego a hacerlo porque estigmatiza a un sector poblacional y porque la realidad contradice tal prejuicio: en México hay 53 millones de personas en situación de pobreza y el 63% de los adultos mayores de 25 años tienen estudios inferiores al bachillerato ¿Acaso cada una de esas personas son potenciales delincuentes? Absolutamente no. Mil veces no. La mayoría de las personas, pese a las dificultades, se esfuerzan por mantenerse dentro de la corrección ética.

Por otra parte, si la precariedad es una fuerza imparable que lleva a la corrupción, cómo explicar los comportamientos antisociales de las clases altas y de las personas con buenos estudios. Desde luego, la ignorancia y la marginación influyen en nuestras decisiones, pero claramente no son determinantes de las transgresiones que decidimos hacer. Es nuestro libre albedrío el que configura la maquinaria del destino, no otra cosa.

Si las personas optamos por quebrantar la ley, no es tanto por nuestro bolsillo o por nuestro grado académico, sino como por nuestra condición humana, tan sensible a la tentación y a las malas decisiones. Tanto el asaltante común como el millonario que elude impuestos comparten el mismo pensamiento que les animó a cruzar la línea de la legalidad: la previsible posibilidad de quedar impunes.

Quizá fue la necesidad o el deseo lo que les tentó. Quizá titubearon ante el contexto ético en el que fueron educados, pero fue la valoración del riesgo, de la posibilidad o no de salir bien librados lo que terminó definiendo su actuación. Tan cierto como que, hasta mi sobrino de 5 años, rara vez respeta las restricciones impuestas por su indulgente padre, pero nunca quebranta las instrucciones de su consecuente madre. La corrupción es una apuesta que aprovecha el contexto y la complicidad, explícita o por omisión, de quienes la atestiguan. Quien delinque lo hace bajo estas consideraciones.

La justicia exige la aplicación de leyes justas de manera igualitaria. No se trata de condenar al ostracismo a quienes cometieron un delito (o más de uno), ni mucho menos de negar su humanidad ni su dignidad, pero sí de garantizar que el victimario siempre repare el daño y que pague por las consecuencias de sus acciones; sin importar su apellido o su condición económica.

Para construir comunidad, hay que garantizar que los individuos no atentemos impunemente en contra ella. Para construir comunidad hay que proteger nuestros pactos de realidad, nuestros acuerdos de comportamiento. Si arbitrariamente sumamos excepciones a estos pactos, les quitamos su capacidad para reducir la incertidumbre y debilitamos nuestros lazos comunes.

Por ese motivo debemos cuidar que nuestra empatía siempre parta de la amplia perspectiva del bien común, porque si la limitamos romantizando la personalísima historia de un individuo, corremos el riesgo de menospreciar la validez de nuestras normas y permitir que más y más personas decidan activar el irreductible mecanismo de la tragedia.