Tratar de responder a la pregunta: ¿Qué es Dios? Nos enfrenta al menos a un problema: el hecho de que el Universo (y lo que hay en él) no sólo “ES” en función de lo que efectivamente es (realidad) sino también es en relación de lo que “SE DICE” que es (digamos interpretación).

Por ejemplo, el lábaro patrio es, en términos de realidad, sólo un trozo de tela como cualquier otro, pero no nos atreveríamos a usarlo como trapo de cocina porque no es (interpretación) un utensilio de limpieza. De igual manera, una cruz de madera puede ser un símbolo religioso o un avión de juguete.

Con ello no pretendo restar importancia a los símbolos, tan sólo quiero demostrar que el mundo tiene dos dimensiones: la realidad y la interpretación/concepción que se tiene de él.

Mientras que la realidad puede ser confirmada, la concepción depende de la experiencia personal de quien trata de definir el objeto en cuestión. De forma que yo puedo asegurar que esta hoja mide 21×26 cm y cualquiera, en cualquier momento y lugar puede confirmarlo. Pero, si aseguro que en presencia de esta hoja de papel experimento una “energía inspiradora” que, a pesar de mis intentos, no encuentro en ninguna otra hoja. Muy probablemente sea imposible de comprobar lo que digo (o incluso de explicar) pero no por ello es necesariamente falso.

De igual forma sucede con Dios, no tenemos modo de confirmar o refutar fehacientemente lo que se dice al respecto de él y por ello debo advertir que en las siguientes líneas deseo presentar lo que considero que es aquello que llamamos Dios y las razones que tengo para hacerlo, sin pretender obtener una respuesta definitiva ni descalificar otras definiciones de la palabra.

Si bien he aceptado como potencialmente válidas las explicaciones interpretativas creo que lo mentalmente saludable es tratar de acercarnos lo más posible a la realidad. No hacerlo será vivir en el error absoluto y por tanto hacer de nuestra vida un engaño que incluso puede ser autodestructivo.

En ese tenor, me niego a aceptar las explicaciones “divinas” y fáciles de la realidad. Me refiero con ello a explicaciones simplistas como decir que la lluvia es resultado del deseo de Dios por proveer a la humanidad del vital líquido. O bien, hacer lo que Patt Robertson cuando aseguró que Haití sufre por su falta de fe (sic). Siendo obvio que las carencias del país antillano (tanto antes como después del terremoto) responden a acciones humanas.

Puede que nos sea bastante agradable la romántica idea de que Dios nos manda la lluvia, pero si a pesar de conocer el ciclo del agua, aceptamos que la lluvia es resultado divino y no de un proceso geoquímico; corremos el riesgo de obviar la posible responsabilidad de nuestra depredación ambiental como causante de la falta de lluvia o podríamos excusarnos de nuestro deber de actuar ante la injusticia, tal y como hizo Robertson. Por tanto, lo ideal es buscar a Dios y su definición más allá de lo inmediato. No atribuirle a Dios cosas que no son de su ámbito.

Me parece que la explicación de Dios no está en lo cotidiano, pero si en el origen. Pensemos en la lluvia. Un análisis de ella nos lleva al ciclo del agua, que a su vez se explica por la composición química del líquido. Luego, la naturaleza de los elementos nos remite a los átomos y de ahí­ a la física de partículas. De manera que podemos explicar a la perfección y de manera comprobable cómo y porqué llueve sin necesidad de recurrir a la divinidad.

Aventuro que, tal vez, llegue el momento en que la humanidad sea capaz de explicar todo cuanto ES y ocurre en el Universo. Y puede que, en efecto, sepamos cómo funciona la existencia, pero por definición, tal vez nunca podremos explicar mediante la ciencia porque funciona así­ y no de otra manera. ¿Por qué el agua hierve a nivel de mar a 100ºC y a menos conforme se eleva su altura? ¿Por qué el electrón es de carga negativa y no positiva?

Enunciar las leyes del universo nos dice cómo es que éste funciona, pero no nos explica porque son esas leyes y no otras.

Decir que una cosa es de una forma cuando pudo haber sido de otra implica una cuestión de voluntad. Si un pastel es de chocolate y no de fresa, es porque así lo determinó el cocinero. ¿Entonces quién decidió las leyes del universo?

Hemos llegado al punto en el cual podemos empezar a utilizar la palabra Dios no como el diseñador del estado actual del cosmos sino como el principio ordenador de las leyes básicas de la materia. Un Dios que no crea a la humanidad ya que ésta es resultado de la evolución; un Dios que tampoco crea la vida. Un Dios que simplemente tiene una función (digamos) “legislativa” en términos físicos y que se limita al momento de la creación. Después de la creación del Universo, todo cuanto ha sucedido y sucederá es resultado lógico de las interacciones de la materia en forma aleatoria durante miles de millones de años y se puede explicar a la perfección sin la presencia de Dios y con la evidencia suficiente para afirmarlo.

Sin embargo, hablar de “voluntad” puede llevarnos a cometer el error de creer que existe un ser ajeno al universo y del cual es su creador. Me parece que debemos cambiar nuestra concepción de Dios. Y peor aún, a la tentación de pretender interpretarlo o servirle de vocero.

Es urgente dejar de pensar la divinidad como si fuera una persona y empezar a concebirle como un hecho: el hecho de las leyes fundamentales que rigen el universo.