¿Qué es esto?- preguntó una voz.
Un ave azul- respondió un sujeto.
¡No, es un ave café!- respondió un tercero.
El sujeto que respondió “un ave azul” calló.
Quien respondió “un ave café” gritó a la multitud con actitud imponente: “¿De qué color es esta ave café?”
y la multitud respondió: “¡café!”
De hecho el ave era azul.
Fin.

Confieso que cuando ingresé al Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) sólo había escuchado en una ocasión, en clase de historia, los conceptos de Izquierda y Derecha política. En aquellos tiempos de secundaria no sabía nada de política nacional y ni me interesaba saberlo. Lo mismo me daba que el Presidente fuese de un partido o de otro. Afortunadamente, mi ignorancia política no duró mucho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Lugar donde me formé académicamente y también críticamente.

I. Enamorarse

El primer día de clases en el CCH, algunos compañeros repartieron entre los de nuevo ingreso folletos impresos en tintas roja y negra. En ellos aseguraban que nosotros seríamos “la última generación beneficiaria del gran proyecto social, crítico y revolucionario del CCH“. Según entiendo, pese al tiempo transcurrido, aún siguen diciendo lo mismo a cada nueva generación que ingresa. Todos los años el folleto afirma que hay fuerzas económicas internacionales que buscan a toda costa desaparecer el Colegio y su modelo “crítico y de activismo social“. Desde luego, cuando lo leí por primera vez no podía comprender por qué enemigos tan “grandes y poderosos“, como los pintaban en el texto, podrían tener interés en acabar con un bachillerato de apenas cinco planteles.

Ha pasado el tiempo, he aprendido la historia del CCH y conozco algo del devenir político y social del país (espero que me sirva un poco cursar la carrera de Ciencia Política para vanagloriarme), pero mea culpa, aún sigo sin comprender qué “importancia estratégica” podría tener el Colegio de Ciencias y Humanidades para el resto del mundo. Por más que intento no puedo imaginarme a Christine Lagarde o Barack Obama sentados frente a una pizarra planeando desaparecer al CCH  ¿será que soy muy testarudo?

Apenas había transcurrido un mes de mi ingreso al CCH cuando iniciaron los eventos anuales conmemorativos del 2 de octubre de 1968. Entre proyecciones, conferencias y exposiciones, mis escasas luces sobre política se fueron ampliando y el discurso revolucionario fue ganando espacio en mi joven y fértil pensamiento. ¿Cómo era posible que semejante injusticia estuviese impune? ¿Por qué nadie había hecho nada? ¿Por qué nadie hace nada ante las injusticias actuales? Definitivamente el ’68 fue mi entrada a otros temas sociales.

La literatura “crítica” empezó a acompañarme todos los días: leí textos de Rius, de Guevara, de Marx, Hegel, Lennin y otros. Por supuesto, no los comprendía del todo pero al cabo de dos semestres, con 16 años de edad, yo creía que ya había logrado despertar mi “consciencia de clase” y al igual que muchos estudiantes, me auto-nombraba revolucionario y consideraba que la única forma de mejorar al mundo era mediante la lucha de clases.

Por supuesto, resulta fácil juzgarme por ser tan ingenuo. Sin embargo, ¿cómo se le puede pedir a alguien que sea ajeno a la injusticia del mundo? ¿Quién podría sinceramente oponerse al fin del sufrimiento humano? ¿No es acaso la adolescencia la búsqueda de sentido? ¡Qué mejor rumbo de vida que luchar por un mundo mejor! La verdad es que el socialismo/comunismo light de bachillerato fácilmente llena los vacíos existenciales propios de la adolescencia al dotar de sentido lo cotidiano.

Así, poco a poco conocí a paristas y activistas del CCH, de la Universidad Autónoma de México (UAM), de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y a otros que, sin ser alumnos, pasaban todo el día en el plantel. Pese a mi look poco “revolucionario”, pues el Ché será muy el Ché,pero a mi me gusta el cabello corto, me empezaron a aceptar en su círculo. Conocí los cubículos y espacios “liberados“. Supe de anécdotas e historias de la grilla local y pronto aprendí a nombrar a profesores y trabajadores no por su asignatura u oficio, sino por el grupo de interés al que pertenecían dentro del entramado universitario.

II. Madurar

Aunque en aquel momento no lo distinguía con la claridad que ahora, la realidad es que la mayoría de los paristas (adviero que sí había algunosr muy duchos), no comprendiamos bien a bien las implicaciones políticas y sociales del comunismo y menos aún, la verdadera naturaleza de la aclamada “revolución”. En mi experiencia, durante la preparatoria la reivindicación de las clases oprimidas es más una posición moral que política. La lucha armada es una palabra rimbombante pero desprovista de su naturaleza violenta, de su profundo dolor y de todo el sacrificio y costo que significa una guerra real. Con semejante banalidad del discurso, no me extraña que tantos jóvenes sacrificasen inútilmente sus vidas en los 70s y 80s.

Sin embargo, en la misma medida que los paristas abrazabamos los ideales revolucionarios, también mantenían(mos) actitudes claramente contrarias a ellos. Nos decíamos defensores de la educación, pero en mi plantel habían “liberado” más de cinco salones y los paristas promediaban seis asignaturas reprobadas. Se supone que los espacios secuestrados servían a la causa, pero lo que vi es que eran bodegas para guardar la mercancía que los paristas más viejos vendían en la explanada del Colegio, porque el “capitalismo es un monstruo de mil cabezas“, pero qué conveniente es tener acceso al amplio mercado cautivo de estudiantes del plantel. En no pocas ocasiones las aulas “liberadas” eran usadas para dormir, coger y para consumir alcohol y marihuana en las horas de clase. Eso eso sí, nunca me enteré de que se consumieran otras drogas, no al menos dentro de las instalaciones. Rara vez observe que los espacios tomados fuesen efectivamente usados para mejorar la situación de la comunidad estudiantil: acaso un taller, acaso un espacio para la reflexión.

En el mundillo de la revolución ceceachera, estar tirado en el suelo con un porro en la mano mientras se cita al Ché de memoria, es una idea atractiva. Es el juego a ser ‘hombres grandes’, de ser revolucionarios hacedores de historia, pero sin las cosas desagradables del oficio de la rebeldía. Por supuesto, imitar a un Ché idealizado no dista mucho de imitar al cantante pop del momento. Lo cierto es que no hay tanta diferencia entre idolatrar a Marx o a Justin Bieber, pero en ese entonces, con la soberbia que da leer un par de libros de renombre, creíamos estar por encima de todos esos “fresas” alienados del sistema, esclavos de televisa e hijos de Slim.

En ese entonces, también conocí el Escultismo y cómo será de útil para la formación que consulté a mi Jefe de Tropa sobre las contradicciones que alcanzaba a ver en ese ambiente. Él se limitó a responder: “un verdadero revolucionario pelea contra la enajenación sea ésta desde el discurso de un político o sea desde la boca de una botella, la colilla de un cigarro, o de un libro mal interpretado”. Entre otras lecciones, el Movimiento Scout me mostró otros caminos para combatir la injusticia del mundo. No sé si más efectivos, pero sí más francos. Al final, terminé saliendo del círculo revolucionario más rápido de lo que entré. Eso sí, a la fecha aún extraño las conversaciones en El Caracol, espacio zapatista administrado por algunos egresados muy diestros en la teoría.

III. El conflicto

Tiempo después, un buen día empezó a correr el rumor de que la administración del plantel quería quitar una ronda de exámenes extraordinarios. En el Consejo Interno del CCH Azcapotzalco se discutía (¡ni siquiera se había aprobado!) un documento de 40 cuartillas en el que se proponían cambios a la forma de aplicar los exámenes. Alguien aseguró sin tener razón que uno de esos cambios consistía en reducir las rondas de extraordinarios, lo cuál era completamente falso, pero aún así logró prender los ánimos del estudiantado. De inmediato se organizaron asambleas (recurso único e inagotable del parista) y en ellas apareció un personaje bastante popular entre los ‘grillos’ del Colegio y que hasta ese momento sólo conocía de lejos: Carlos Rivera Massé.

A Carlos siempre lo había visto jugando frontón ya que él pasaba la mayor parte del día en las canchas del plantel. Entiendo que era un comerciante y, mediante los dichos de sus críticos y seguidores, supe que había ingresado al CCH en 1993 (esta anécdota sucedió en 2006, hagan cuentas). También que había sido personaje medianamente destacado en la huelga de 1999 y que seguía siendo un actor relevante en cada conflicto universitario. Cualquiera que fuese su pasado, la verdad es que Carlos era un gran orador. Con habilidad se introducía en las asambleas y con apoyo de tres o cuatro amigos distribuidos en el público lograba controlar el curso de la discusión y manipular el ánimo de los presentes a voluntad. Lo más sorprender: Todo lo hacía desde la multitud como un asistente más. Sólo una vez lo ví arriba del templete como orador principal.

Por diferentes situaciones que no explicaré ahora, poco antes de iniciar el conflicto, fui electo como Consejero Interno representante de los Alumnos. Gané  con 583 votos,  algo no muy representativo pues casi nadie acude a las urnas, pero sin duda tuve más audiencia que la mayoría de las asambleas. Desde ese cargo y gracias a la cercanía que mantenía con algunos paristas, pude ver el conflicto desde una posición privilegiada, aunque poco informada y bastante novicia. Si pudiese regresar quizá ahora sería más diestro en la difícil tarea de representar votantes. Una disculpa por ello.

Pasadas algunas asambleas, el rumor del fin de los extraordinarios se fortaleció. Entonces, un colega de Rivera propuso tomar la dirección del plantel hasta que se dejase de “amenazar al estudiantadoTal amenaza era falsa, pero como muy pocos o casi ningún estudiante se tomó el tiempo de leer el aburrido documento, la retórica de Carlos bastó para convertir la mentira en acción. Después de tres horas de deliberación, menos de 100 personas determinaron “democráticamente” y a mano alzada cerrar el plantel y dejar sin clases a más de 3,000 alumnos.

En un principio la directiva intentó dialogar con el contingente, que si bien no era representativo si era numeroso, pero un grupo radical evitó cualquier intento de discusión y de inmediato se hizo a los golpes. Los peores librados fueron el Secretario General, que se ganó un ojo morado y tuvo que cambiar de anteojos, y el Director, que fue correteado hasta el estacionamiento de académicos. Como la directiva había previamente cerrado las puertas de la dirección, el grupo “defensor de la universidad” no tuvo empacho en romper vidrios y tirar la puerta de la oficina para entrar. Al caer la noche el plantel se quedó a merced de los paristas.

Al día siguiente las puertas del Colegio amanecieron bloqueadas y no fue hasta bien entrada la mañana, cuándo ya se había corrido la noticia de que no habría clases, que permitieron el ingreso aduciendo que no se iba a “afectar a la banda estudiante, sino a defender sus derechos”. Por supuesto, casi ningún estudiante del turno vespertino se paró por el plantel y de facto las clases fueron suspendidas.

La toma se mantuvo una semana, durante la cual pocos profesores impartieron clase pues la asistencia al plantel era tan poca y el chisme político tan atrayente, que la mayoría de los académicos y alumnos no veían caso ir al salón. A los ocho días y tras la intervención de autoridades centrales, un sábado por la noche el plantel fue liberado.

El resultado de la toma fue el siguiente: 1) la Dirección General del CCH obligó al Director del plantel a renunciar; 2) se derogó el documento origen del problema, que en realidad nunca fue un problema; 3) los participantes de la toma fueron beneficiarios de inmunidad y olvido; 4) quebró la única fotocopiadora privada pues robaron todo su equipo e insumos (para lo cual arrancaron las protecciones metálicas de las ventanas); y 5) las tiendas sufrieron el saqueo de toda su mercancía. Curiosamente, al inicio del siguiente semestre los puestos ambulantes operados por paristas tuvieron un sustancial crecimiento en su stock y variedad de productos ¿coincidencia?

Según información de algunas fuentes, Carlos era un mercenario contratado por un grupo político de académicos para tirar la candidatura del director de mi plantel que, según me comentaron varias personas, en unos meses pretendía lanzarse como candidato a la Dirección General del CCH. De ser el caso, el juego les salió muy bien, pues ganó quien se supone contrató a Carlos para limpiar el camino.  Por supuesto, no tengo pruebas de ello, a mi nada me consta y sólo lo comento a manera de breviario cultural por lo que no debe tomarse a pies juntillas lo que digo, pues poco después del conflicto, una integrante del Consejo Técnico, me comentó que en realidad Carlos no había sido contratado para generar la mentira de la desaparición de los extraordinarios, sino que él vio la oportunidad y usó sus habilidades políticas para tomar el control de la situación. Luego simplemente se ofertó al mejor postor. Según la consejera, los que dieron pie a todo fueron los del grupo inicial de paristas que habían mal interpretado el contenido del documento y esparcido el rumor. Llenos de buenas intenciones los ingenuos paristas le habían armado el juego a un grupo político que supo aprovechar su inocencia y capitalizar la coyuntura cercana de la renovación en las altas esferas universitarias. Nadie sabe para quién trabaja.

IV. Los incentivos

Como ya adelanté líneas arriba: la lucha política en la adolescencia es sincera pero ingenua. Teniendo poca experiencia es facil dejarse llevar por la belleza discursiva de las distintas ideologías políticas sin valorar correctamente los riesgos. Por ello no resulta difícil encontrar personas dispuestas a emplear la fuerza para defender lo que consideran que es correcto. Esa inocencia e ímpetu resulta un botín apreciado para actores políticos más experimentados y, de hecho, no es difícil encontrar en prepas y CCHs agentes de partidos políticos y otras faunas similares a la caza de nuevos cuadros.

Durante una de tantas tomas que se dan en la UNAM, un amigo cuestionaba sobre los incentivos que llevan a un estudiante a usar la violencia. Su primer reflejo fue pensar en una retribución económica, pero lo cierto es que ésta no suele ser el principal motor de una toma.  Me parece que el incentivo por excelencia en bachillerato es la adrenalina, el furor que ocasiona cualquier correctivo humano e inclusive la sensación de superioridad: no cualquiera “pone a la autoridad en un aprieto”, no cualquiera “construye el curso de la historia”.

Cualquier dramaturgo sabe cómo se acelera el corazón al estar frente al público. Cómo la respiración se vuelve densa y las manos hormiguean. Sensaciones similares se sienten al arengar una asamblea o al participar en una protesta, pero con el añadido de que las emociones son más intensas que las obtenidas en el escenario porque se actúa convencido de que se violenta el orden social y se está haciendo historia. ¡No nos extrañemos de la euforia con la que algunos manifestantes suelen combatir a los granaderos cuando tienen oportunidad! En los momentos de acción, el parista no-profesional actúa en consecuencia de sus hormonas y no tanto del cálculo político o la lógica financiera.

Por supuesto, la euforia de la protesta siempre puede ir acompañada de un incentivo económico, que se manifiesta en la oportunidad de robar, la retribución directamente en efectivo e inclusive de forma laboral; es común que los paristas destacados terminen trabajando para agrupaciones políticas. Sin embargo, lo usual entre los manifestantes más jóvenes e inexpertos es sencillamente la vocación.

Si se suma a este cóctel el incentivo de la inmunidad, tenemos la fórmula perfecta para que estallen continuamente tomas, paros, protestas y violencia. Todo bajo el manto de demandas que no siempre son justificadas y que en ocasiones incluso rayan en lo risible. Recuerdo por ejemplo que durante la reciente toma de Rectoría, el pasado abril, un parista decía a los reporteros que el Tribunal Universitario debe desaparecer porque “criminalizan al estudiante por tomarse una cerveza en Las Islas“, mientras que en Rectoría ellos han encontrado botellas de vino. ¡Desaparecer a todo el Tribunal porque la norma no se aplica bien!

Si bien la inexperiencia explica (que no justifica) el actuar a veces idiota de los paristas, lo cierto es que también hay adultos (unos bastante entrados en años) que se niegan a crecer y no conformes con fingir que son estudiantes también se comportan como adolescentes. Debemos lograr que el actuar político sea conducido por la racionalidad y la objetividad y no por las pulsiones pasionales que siempre son inestables y frágiles. Antes de tomar postura ante una protesta, es recomendable tratar de perfilar la naturaleza e incentivos de los paristas. En mi parecer, si se trata de ingenuos en búsqueda de adrenalina, será muy difícil establecer un diálogo constructivo, pero definitivamente una mesa de negociación es mejor opción que dar a esos sedientos de acción la oportunidad de ser mártires. En cambio, si lo que predomina es el incentivo económico y la mala fé, es posible valorar otras salidas al conflicto y no olvidar que la vida política es como la jurisprudencia: los antecedentes terminan propiciando o desincentivando conductas futuras.