Decir que somos lo que pensamos sobre nosotros mismos es un lugar ampliamente conocido. Sin embargo, no es del todo claro cómo es que construimos nuestra narrativa. Hoy revisé diversos escritos en este blog y en algunos cuadernos, y aunque formalmente fueron escritos por mí, al leerlos me pareció que el autor era un extraño. No sólo porque ya no soy cómo era, lo cual no constituye ninguna sorpresa, sino porque las letras me mostraron a alguien un tanto distinto de cómo yo me… ¿o será mejor decir: “lo recordaba”?

Pienso ahora en Ricardo Piglia, que en paz descanse, quien afirmaba que no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Sin embargo, ¿qué nos queda, si no? ¿A qué sentido de trascendencia, por endeble que sea, podríamos asirnos? ¿A cuál repositorio acudiríamos para construirnos cada mañana?

Bien sabemos que la memoria es un recurso caprichoso y, en buena medida, mentiroso. Salvo algunas claras excepciones de cerebros prodigiosos, la humanidad no está facultada para documentar la vida como si se tratase de una película. Lo normal es que vayamos almacenando una crónica llena de imprecisiones e interpretaciones, y no una descripción detallada; de manera que al recordar, no accedemos al pasado sino a la impresión que tuvimos de él en el momento en que éste fue guardado.

Peor aún, a diferencia de un archivo físico, cada vez que consultamos nuestra memoria la modificamos. Es simplemente imposible acceder a un recuerdo sin hacer de él una nueva lectura, una especie de reinterpretación del pasado que se almacena junto al original; un recuerdo del momento en que recordábamos.

Durante un tiempo es posible distinguir el original de las veces que hemos accedido a él, pero al cabo de los días, la cercana convivencia termina fundiendo las memorias de tal manera que no podemos distinguir una versión de otra.

En resumen, la memoria es un fracaso. A penas útil para sobrevivir lo cotidiano, pero inservible para la exploración de nuestro propio ser.

Menudo problema: ¿Cómo Ser sin saber lo que fuí?

La respuesta fácil, la salida conocida desde la antigüedad, es la escritura. Un mecanismo que no deja de constituir una mera reproducción parcial y subjetiva de la realidad, pero que logra preservar la integridad del pensamiento en el tiempo.

Sin embargo, tampoco ello es garantía de plena solución, pues ahora hay que resolver sobre qué escribir. ¿Acaso las letras pueden transmitir la totalidad de mi ser actual a mis seres futuros? ¿Legar parcialidades no condenará al fracaso el próximo análisis retrospectivo?

Ahora bien, suponiendo que pudiese consultar fieles retratos de mi ser en el pasado ¿cuántos de ellos bastarían? ¿Con qué regularidad debería hacer las representaciones para poder acumular suficientes insumos de estudio? Es decir, ¿cada cuándo cambia mi ser?

Llegado a este punto, vuelvo a reconocer la imposibilidad de librarme del prusiano (¿cuánto le debe mi ser?). Si mal no recuerdo, irónico asunto, el mantenimiento de la promesa nietzschenena depende la posibilidad del olvido como fuerza liberadora del pasado:

“[…] sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente.” (Genealogía de la moral).

Así, la memoria no sólo constituye una herramienta para construirme, sino también puede resultar una limitante para la transformación. Entonces, si el filósofo del martillo tiene razón, ¿qué vale la pena recordar? ¿qué criterio utilizar para condenar al fuego las galeras del recuerdo?

Menudo embrollo, según parece, tan sólo nos queda escribir sobre las parcialidades y subjetividades que nos suscitan actual interés, con la esperanza de que sean de utilidad para el futuro.

Si nuestro Ser escapa los límites de nuestro entendimiento, queda la estadística.