Según la experiencia internacional, luego de una evasión de prisión, las primeras 72 horas son fundamentales. Al parecer, el brazo de la justicia es expedito sólo si no han pasado más de tres días. Después de ello, atrapar a un criminal es un juego del gato y el ratón que puede prolongarse durante décadas.

Hoy termina la tercera semana desde que Joaquín Guzmán Loera se fugó del penal de máxima seguridad del Altiplano y se acumulan 27 días desde que el Presidente Enrique Peña Nieto manifestó desde Francia una “alta indignación” e instruyó “la inmediata reaprehensión” del cínico criminal. Sin embargo, y a pesar de que han pasado más de 600 horas, seguimos sin claridad respecto a la recaptura del capo y sin un adecuado diagnóstico que explique cómo fue posible este vergonzoso suceso de la historia nacional.

Según una reciente encuesta de El Universal, el 43% de los mexicanos consideran que el Chapo Guzmán escapó gracias a la corrupción. Una idea que ha sido respaldada por diversos analistas y que incluso cuenta con el aval del propio Secretario de Gobernación pero que no por ello resulta plenamente satisfactoria: Suponer que la evasión del capo responde sólo a su capacidad para repartir sobornos es negarse a ver la escena completa.

Asumir que fue su dinero quien le liberó, es una forma de eludir de responsabilidades, despidiendo funcionarios de menor rango tachándolos como «vulnerables» o «susceptibles de ser comprados» mientras se justifica que los grandes burócratas se queden a “enfrentar la crisis” sin pagar ninguna consecuencia.

Claro, actualmente el Chapo tiene dinero para repartir a manos llenas, pero no olvidemos que muchos otros millonarios han pisado los penales de máxima seguridad y no han logrado escapar. Por muy corrupto que sea el sistema, hay una verdad ineludible: en la historia del país sólo una persona ha logrado burlar la máxima seguridad.

Pese a su origen humilde y sus escasos estudios, Guzmán Loera ostenta el doble récord de escapar al poder del Estado mexicano y es también un hombre que en menos de tres décadas dejó el trabajo rural para competir con Osama Bin Laden por el primer lugar de la lista de hombres más buscados del Buró Federal de Investigación (FBI, por sus siglas en inglés). Definitivamente explicar al Chapo requiere más adjetivos que sólo: plata y  plomo.

Pensemos, por ejemplo, en el poderoso y altamente enriquecido Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE). Cuando su lideresa, Elba Esther Gordillo fue arrestada, sus lugartenientes le traicionaron y aprovecharon la ocasión para escalar en la estructura. En cambio, los secuaces del Chapo no sólo resistieron la tentación de subir un escalafón con su salida del escenario, además demostraron capacidad para mantener la organización funcionando y al mismo tiempo orquestar un complejo plan de escape.

Según la información publicada en diversos medios, la evasión de Guzmán requirió ejecutar eficientemente diversas tareas: una defensa legal que garantizase su estancia en el penal; trabajo de inteligencia para hacerse de los planos de la prisión y elegir las conciencias que hubo que comprar; adquirir el predio, vehículos y herramientas utilizadas en el escape; reclutar ingenieros civiles, geólogos y trabajadores diversos; obtener el conocimiento y material necesario para perforar la loza sin hacer ruido, y mantener todas estas operaciones en suficiente sigilo y eficacia durante al menos 300 días.

Seamos objetivos. No hay que hacer apología del perverso delincuente pero si debemos reconocer que su meteórica carrera criminal no responde tanto a la “corrupción cultural” sino a su propia genialidad: el Chapo es un malnacido, sí, pero también es una persona competente; ahí la peligrosidad de su éxito.

Resulta tentador imaginar que el escape es un montaje. ¡Ojalá fuese así! porque sería resultado de un Estado fuerte que tiene la capacidad de controlar a detalle las dinámicas sociales, incluida la criminalidad. Sin embargo, con tristeza debemos reconocer que la realidad indica lo contrario: Nuestro leviatán no tiene ese alcance y por eso está perdiendo la guerra contra el narcotráfico.

Mientras que el personal adscrito al cartel de Sinaloa hace gala de un sólido espíritu de cuerpo y de eficacia en la ejecución de sus objetivos, los distintos gobiernos del país se esfuerzan por demostrar su incompetencia y defender su mediocridad.  En las grandes empresas, y también en los carteles, cuando falla un empleado es despedido, o en el segundo caso, asesinado. En cambio, si un funcionario público de mediano o alto nivel fracasa en sus tareas, es defendido por sus compinches políticos. Ejemplo de ello es Ramón Eduardo Pequeño (cercano colaborador de Genaro García Luna), cuya misión era monitorear a Joaquín Guzmán en prisión pero que luego de su fuga fue removido de la División de Inteligencia de la Policía Federal para ser nombrado titular de la División Científica de la misma corporación.

Recupero las palabras que utilizó Tomás Borges, ex agente del Centro de Investigaciones para la Seguridad Nacional (CISEN), para referirse a la efectividad de las instancias gubernamentales:

“Jamás proyecto alguno se podrá realizar si por decreto se derogan y crean instituciones, utilizando siempre a los mismos incapaces que han demostrado en los hechos que no son dignos contrincantes del crimen organizado, donde por lo menos sí están mandos probados en campo y no jefes entronizados gracias a compadrazgos y compromisos oscuros.”

No niego que la corrupción es un grave mal que debe ser combatido, pero sostengo que lo que está matando al país es la incompetencia.

Bien haríamos en reconocer la genialidad del Chapo Guzmán para así poder imitar sus aciertos y tratar de construir una organización tan buena como la suya, pero del lado de la justicia y la legalidad.

En la medida que aceptemos que el talento se enfrenta usando más talento, dejaremos de poner en posiciones clave a las «sobrinas inexpertas» y a los «amigos leales» pero inútiles y daremos paso a la efectiva profesionalización de nuestro Estado.

Dejemos pues la salida fácil de justificar nuestros errores invocando factores ajenos (la corrupción o los protocolos de derechos humanos, por ejemplo) y asumamos lo que nos corresponde.

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[ii] Borges, Tomas. (2013) Diario de un agente encubierto,  México D.F.: Ed. Planeta. pp. 329.