Resulta que he ingresado a laborar en el Instituto Federal Electoral y la preparación de las próximas elecciones ha resultado ser particularmente demandante (¡es increíble todo lo que se necesita hacer para garantizar el sufragio!) y por ello no he tenido tiempo de pulir varios borradores de post que quiero publicar. Una disculpa por ello.

Sin embargo, quiero compartir con ustedes, mis tres o cuatro lectores, un texto de José Woldenberg, uno de los artífices más importantes de la democracia electoral.

Tomado de Reforma José Woldenberg 15 Mar. 12

“Veinticuatro millones, 126 mil 148 personas inscritas en las listas nominales de electores no habían nacido cuando se celebraron los comicios de 1982. Eso quiere decir que el 30.67 por ciento de los 78 millones 659 mil 456 electores potenciales no pueden tener memoria viva de aquellas jornadas. Si a ello le sumamos otro 33.71 por ciento que en aquel entonces lo componían desde recién nacidos hasta jóvenes con 14 años de edad, tendremos que para casi dos terceras partes de quienes pueden acudir a las urnas el próximo 1o. de julio, lo sucedido hace 30 años resulta ajeno y lejano. Un mundo brumoso, quizá indescifrable, más cercano del Paleolítico Inferior que del México contemporáneo.

Pues bien, en aquel año fuimos a las primeras elecciones generales -Presidente, Senado, Cámara de Diputados- luego de la reforma política de 1977. La Comisión Federal Electoral era la encargada de organizar los comicios y estaba presidida por el secretario de Gobernación. No existía tribunal alguno para procesar las denuncias de los actores políticos, y si algún partido no estaba de acuerdo con una resolución de la CFE, podía acudir a presentar su queja… ante la propia CFE. Los diputados -agrupados en un Colegio Electoral- calificaban su propia elección y algo similar hacían los senadores. Y al final, el Colegio Electoral de los diputados calificaba la elección del Presidente.

No obstante, vivimos una esperanzadora novedad. Si seis años antes en las boletas solamente aparecía un aspirante a la Presidencia de la República, José López Portillo, apoyado por el PRI, PPS y PARM; en 1982 se podía votar por siete candidatos distintos: Miguel de la Madrid (PRI, PPS, PARM), Pablo Emilio Madero (PAN), Arnoldo Martínez Verdugo (PSUM), Cándido Díaz Cerecedo (PST), Rosario Ibarra de Piedra (PRT), Manuel Moreno Sánchez (PSD) e Ignacio González Gollaz (PDM). Cinco nuevos partidos se habían beneficiado de la apertura que supuso la reforma de 1977 e izquierdas y derechas tenían por quién votar. Organizaciones y candidatos con distintas coloraciones políticas recorrían el país en busca de adeptos y votos. Corrientes antes marginadas del espacio institucional, empezaban a ser parte del paisaje.

El problema mayor era que las condiciones de la competencia resultaban marcadamente asimétricas. No sólo toda la infraestructura electoral se armaba desde la Secretaría de Gobernación, sino que los recursos económicos para hacer frente a las campañas eran abismalmente desiguales. El PRI concentraba “la lana” y el resto de los partidos, a pesar de los nuevos subsidios públicos, tenían que conformarse con campañas más que modestas. Si a ello le sumamos que los grandes medios masivos de comunicación (casi) solamente atendían a los actos y proclamas del partido oficial, el círculo de la inequidad quedaba sellado. Era una contienda en la que el terreno de juego no sólo era disparejo, sino completamente favorable para uno de los “competidores”.

A pesar de ello, soplaban nuevos aires en el país. Las diversas oposiciones actuaban a la luz del día, ejercían sus derechos y expandían los marcos de libertad, entraban en contacto con organizaciones sociales e individuos de toda la República, realizaban actos en las plazas públicas, en los auditorios universitarios, en los locales sindicales y en recintos empresariales. La diversidad de opciones políticas aparecía como algo legítimo, tutelado por la ley. No existía ya un solo discurso, sino múltiples diagnósticos y muy diferentes propuestas. Desde el poder no se imaginaba siquiera que pudiera acontecer una derrota, pero desde las oposiciones se pensaba que se vivía una etapa de acumulación de fuerzas, de embarnecimiento progresivo de las organizaciones y sus puentes de contacto con los ciudadanos. El debate era animado y las expectativas, aunque acotadas, tenían que ver con la construcción paulatina de auténticas fuerzas electorales.

El día de la jornada electoral no hubo sorpresas. Los electores llegaron y votaron. La capacidad de las oposiciones para contar con representantes en la mayoría de las casillas era famélica. De tal suerte que los nacidos para ganar y los condenados a perder refrendaron su vocación. Miguel de la Madrid obtuvo un poco más de 16 millones de votos que representaban el 68.43 por ciento del total (aunque hay que sumar otro 2.56 por ciento aportado por el PPS y el PARM). En la Cámara de Diputados con el 69.26 por ciento el PRI ganó 299 distritos de los 300, y en el Senado con el 64.99 alcanzó 64 de 64, es decir, por si no quedó claro, el 100 por ciento de los escaños. Los otros candidatos presidenciales obtuvieron los siguientes porcentajes: PAN, 15.68; PSUM, 3.48; PDM, 1.84; PRT, 1.76; PST, 1.45; PSD, 0.20. Y al final las bancadas en la Cámara de Diputados, luego del reparto de los plurinominales, alcanzaron los números siguientes: PRI, 299; PAN, 51; PSUM, 17; PDM, 12; PST, 11; PPS, 10.

Algo ha cambiado. ¿O no?”