Fui ciclista antes de que serlo fuese socialmente responsable. Desde muy niño y hasta ya bien entrada la adolescencia giré el plato sin suponer una relación de ello con el medio ambiente o una reivindicación política. Por supuesto, también rodaba sin prestar la mínima atención al diseño o materiales de la bici. Recientemente eso empieza a cambiar. Sucede que aprendí a pedalear a los cuatro años, pero es apenas hace unos meses que empecé a distinguir una Fixie de una Cross.

Durante varios lustros para mí lo único importante de una bicicleta era el estado de sus ruedas, que se reducía a dos posibilidades: “todo bien” o “está ponchada”. Digo esto para dejar claro que no sé nada. Que utilicé ese vehículo durante dos terceras partes de mi vida sin tener idea de él y de su cultura. Así que disculpen si ofendo a alguien, pero sólo soy un completo ignorante que escribe estas líneas con una única certeza de que “rodar es lo más parecido a volar sin dejar el suelo”.

Recientemente he tratado con Ciclistas, de esos Ciclistas con “CE” mayúscula, y no me dejan de interesar sus conversaciones. En particular me atraen sus competencias: que si una manilla de fricción es mejor que una de cambio. Que la de fulanita es Alubike y la de sutanito es Trek. Que yo voy más rápido. Como cualquier otro colectivo friki, los Ciclistas rivalizan la mayor parte del tiempo con trivialidades que sirven más para evadir el aburrimiento y fraternizar que para debatir. Sin embargo, a veces la discusión se vuelve más santa, más pura. Se dejan en paz los cuadros y manerales para proceder a medir la calidad moral de las personas. En especial la de aquel pobre diablo que aún posa la planta del pie en el suelo o ¡dios lo perdone! en el acelerador de un auto.

Entre los ciclistas con los que conviví tanto tiempo y los Ciclistas que ahora conozco, hay grandes diferencias. Mientras que los primeros: mi padre, vecinos y amigos, básicamente veían en las ruedas una opción más de movilidad, los segundos, como diría el profesional Hanks: “Giran con la misma seriedad con la que algunas personas son fundamentalistas cristianos”. Su apasionamiento por los bípedos sin motor ha hecho de su práctica un estilo de vida e incluso un discurso ético, que apoyado en la necesidad climática de reducir las emisiones, les ha permitido apalancar cambios en el paisaje urbano y en las políticas públicas, pero que también aloja tufo de pedantería.

Cualquier ciudadano mayor de 20 años puede recordar una infancia en la que la existencia de un carril confinado, de cafeterías y bares cuasi-exclusivos para ciclistas y el cierre periódico de la principal avenida de la ciudad resultaban imposibles de imaginar. Sin duda, en los últimos años los Ciclistas capitalinos han logrado mucho y lo celebro porque sinceramente creo que es efectivamente positivo para la población.  Sin embargo, también me parece que la supuesta superioridad moral, casi dogmática, que algunos de ellos asumen es infame. Por ejemplo, recientemente se han puesto de moda las bicicletas eléctricas y entre la comunidad “dura” del ciclismo escuché críticas hacia los sus usuarios de esta tecnología. ¡Como si rodar fuese sólo pedalear! ¡Como si rodar fuese sólo para profesionales!  

Cuando tenía menos de 10 años me divertía durante horas subiendo y bajando de una pronunciada pendiente. Por supuesto, mis piernas no eran suficientemente fuertes así que subía caminando y empujando la bicicleta. Luego, desde lo alto me dejaba llevar por la gravedad, permitiendo que la velocidad me fuese intoxicando de adrenalina. En ningún momento movía mis piernas, así que supongo que eso no puede ser llamado Ciclismo con “CE” mayúscula, pero estoy convencido de que sí lleva por nombre: FELICIDAD.

No sé lo que es esquivar un tráiler en carretera, pero conozco la emoción de ser perseguido por un terrier, un cocker y hasta un boxer. Nunca he rodado a otra entidad federativa, ni siquiera he cruzado por completo la ciudad, pero en mi adolescencia acumulé infinidad de kilómetros, carcajadas, abrazos y besos visitando amigos, scouts, y enamoradas de colonias cercanas. Desconozco la satisfacción de descender en MTB, pero nunca he visto que luego de carrerear en un parque público, alguien (adulto o niño) baje de su bici malhumorado. Incluso, lo confieso, me es ajeno el entusiasmo por el Tour de Francia, pero siempre me ha inspirado ver a una pareja que desde los “diablitos” abraza afectuosamente a quién conduce el vehículo. ¿Acaso el ciclismo, con mayúscula o en mínuscula, no se trata de eso?

¿Una sonrisa regalada desde una Bromptom vale más que la de una Ecobici? Lo dudo. Cada quién es libre de invertir la cantidad que desee, pero no de juzgar a quién compra seguún su bolsillo y deseo. Da igual si la bici es cara o barata, da igual si es mecánica o eléctrica: girar una rueda requiere de cierta fuerza física que la edad o el estado de salud puede limitar. ¿Basta eso para negar las positivas sensaciones que da rodar a alguien? No lo creo. Si una bicicleta eléctrica permite sortear la rigidez de las rodillas para seguir sintiendo el viento en el rostro ¡Enhorabuena!

Creo fervientemente que el ciclismo ofrece una efectiva alternativa (entre otras) al problema de la movilidad y la protección del ambiente, y por ello considero que debe basar su popularidad y su estrategia de penetración en la población, no en una imaginaria supremacía ética o en un discurso mesiánico contra el cambio climático, sino en las emociones que inspira pues el ciclismo es ante todo emoción.