A veces me pasa que no recuerdo dónde dejé las llaves de la casa o en entre cuáles páginas del libro está aquel texto que tanto me gustó. Sin embargo, hay cosas que puedo recordar muy bien.

Por ejemplo, no olvido que fue en Junio de 1940 cuando el ejército nazi mantenía una imparable marcha sobre una Francia debilitada que no sólo era incapaz de responder a la agresión militar, sino que además se veía asolada por la pusilanimidad de un amplio sector político que prefirió rendirse ante el III Reich que continuar defendiendo el proyecto nacional francés.

No olvido que el 17 de junio, el Mariscal Pétain, líder felón, pidió al pueblo francés el cese absoluto de las hostilidades y entabló conversaciones con el enemigo alemán y que exactamente un día después, no dos ni cuatro, un día después, el General De Gaulle pronunció desde Lóndres el discurso conocido como  “el llamamiento del 18 de junio”; importantísimo texto para la resistencia y para la Francia libre.

También recuerdo que en diciembre de 1941, el Imperio Japonés infligió a Estados Unidos el peor ataque militar de su historia: La Marina Imperial dejó en Perl Harbor un saldo de 13 buques y 188 aviones destruidos y 2,471 víctimas mortales.

Al igual que en el caso galo, no olvido que exactamente un día después, no tres ni nueve, un día después, el Presidente Roosevelt respondió al dolor y la incertidumbre ocasionada por la agresión japonesa con una claridad y determinación difícil de creer en un hombre cuyo estado de salud le traería la muerte unos pocos años después.

Las oportunas palabras de Roosvelt, y la prontitud para expresarlas, fueron lo que le permitió vencer la resistencia de los aislacionistas y llevar a Estados Unidos a una guerra de la cual saldrían, para bien o para mal, como uno de los jefes del mundo.

Por último, recuerdo cómo el 24 de Febrero de 1981 el rey Juan Carlos I, con un mensaje en televisión nacional, llevó al fracaso un intento de golpe de Estado que había iniciado apenas unas horas antes. Tal vez si la respuesta de Borbón no hubiera sido tan rápida otros mandos militares se habrían levantado en armas y el proceso antidemocrático del 23-F habría prosperado más allá de las escasas 24 horas que tuvo de duración.
En política los tiempos son aún más importantes que la retórica. Las palabras de De Gaulle o de Borbón no son precisamente grandes obras de la elocuencia, pero tienen la virtud de haber sido pronunciadas en el momento oportuno. Un buen líder debe saber hacer cuando menos dos cosas: 1) resolver problemas, sea por él mismo o sea por medio de otros; y 2) debe poder sortear el problema en lo que consigue hacer lo primero.

Posiblemente ninguno de los líderes mencionados tenía en mente exactamente cómo iban a lograr sus objetivos. Roosevelt no sabía qué curso tomaría la guerra y cuando De Gaulle llamó a la resistencia tenía todo en contra, pero aún así, ambos supieron dar certidumbre a su ciudadanía. Un líder debe ser capaz de mantener a su nación con esperanza y expectativa sobre el futuro.
Si un “líder” se muestra timorato ante lo inesperado, si es incapaz de salvar un aprieto o si se queda sin habla al enfrentarse a un extranjero, es clara señal de que no está listo para enfrentar la ENORME RESPONSABILIDAD HISTÓRICA QUE IMPLICA GOBERNAR UN PAÍS.

El pasado 5 de diciembre Enrique Peña Nieto no sólo demostró su ignorancia, también dejó claro su incapacidad de articular una frase sin leer de un guión preparado con días de antelación. Tal fue su incapacidad para razonar con habilidad que le tomó doce días, subrayo: DOCE DÍAS, contestar a las críticas de forma más o menos decente.

Tardó tanto en responder que en el transcurso ya declaró un par de estupideces más. ¿Será que cree que la vida real es como una novela? ¿Creerá que las respuestas a los problemas nacionales están en un guión? ¿Pensará que en la Presidencia un error no importa mucho porque siempre se puede volver a “grabar”?
Habrá que esperar a ver si en navidad (doce días después) nos regala la explicación “bonita” de su misoginia y del por qué “no es la señora de la casa”…