Pese a que públicamente he apoyado de forma moral la labor que Wikileaks realiza desde hace años -supe de esa organización antes del famoso “collateral murder”- y que también apoyo fervientemente la libertad de expresión, reconozco la imposibilidad de explicar el mundo desde una visión monocromática, y por ello creo necesario abordar las últimas acciones de Wikileaks desde sus distintos ángulos y matices antes de asumir la bandera del apoyo total o de la denostación absoluta hacia esa organización.

Hasta el pasado domingo llevábamos años hablando de la era del conocimiento, del desdibujamiento de las fronteras y del papel de la Internet en la sociedad. Pero es hasta ahora que conocemos (es pronto para decir: “comprendemos”) la verdadera trascendencia del saber masificado y globalizado.

No es que desconociéramos los alcances político-sociales de internet, de hecho, ya los habíamos celebrado y aplaudido antes. Basta recordar a Jiang Lijun o las protestas Iraníes del 2009 para confirmar que lo que hoy hace Wikileaks no es novedoso en el sentido de usar Internet como herramienta democratizadora, o como medio para superar la censura tradicional y denunciar lo abominable del mundo. Lo verdaderamente revolucionario de Wikileaks no es tanto el contenido de sus revelaciones, sino el mundo que nos propone construir, el concepto que nos está ofreciendo.

Al revelar los cables de inteligencia norteamericanos y otros secretos considerados de Estado, lo que Wikileaks se propone no es dar a las revistas de chismes y espectáculos material para su próximo artículo -consecuencia que lamentablemente también obtuvo al publicar los documentos-, sino exigir el reconocimiento global de la verdad publicitada como eje rector de toda acción de gobierno.

Y aunque defender la supremacía de la verdad es siempre poéticamente atractivo, antes de responder al llamado de Wikileaks por la construcción de un mundo de cristal, de un mundo transparente en el que todas, repito, TODAS, las acciones y decisiones gubernamentales sean objeto del análisis público inmediato, debemos preguntarnos con seriedad si es ese el mundo que verdaderamente deseamos y que efectivamente nos conviene como sociedad.

Pregunta cuya respuesta exige un profundo debate en el seno de la sociedad, y cuya discusión se ubica entre la innegable necesidad de garantizar la transparencia gubernamental necesaria para la democracia y el también innegable hecho de que la lógica de Estado (que es distinto a decir “de gobierno”) no necesariamente coincide con la lógica del ciudadano común.

Muestra de ello son todas aquellas personas que se sorprendieron al enterarse que, entre sus funciones, las embajadas norteamericanas no sólo emiten visas sino que también realizan actos de espionaje. O aquellos ciudadanos que aceptan (a regañadientes) la idea de espiar a tus enemigos pero que les escandaliza la idea de hacer lo propio con las naciones aliadas, ignorando tajantemente la imperiosa necesidad que tienen todas las naciones de hacer uso de estas prácticas, en las cuales, por cierto, siempre han sido partícipes las embajadas y diplomáticos de todos los Estados.

La ética individual no necesariamente cubre las exigencias del poder crudo y real al que se enfrentan los Estados. Hay una notable diferencia entre denunciar el asesinato impune de un reportero abatido por las armas de la nación (collateral murder), y publicitar las acciones mediante las cuales un Estado garantiza su seguridad nacional (Arabia Saudí con USA respecto a Irán).

Por ello, antes que aplaudir el mundo de cristal, determinemos con claridad qué es aquello que como sociedad vamos a considerar “asunto de Estado”, y por tanto reconoceremos la necesidad de mantenerlo en secreto, y qué es aquello que exigiremos se mantenga permanentemente en el escenario público.